lunes, 2 de marzo de 2015

Oh yeah!



Y bueno, así es como nos fuimos a Boston, Estados Unidos, en agosto 1981.

Shane y Bárbara Hunt, siempre tan amables, nos habían prestado su departamento para tener donde aterrizar mientras ellos estaban de vacaciones, y un estudiante de Boston University nos recogió del aeropuerto para llevarnos hasta allí. El taxi estaba lleno a rebalsar y el chofer no estaba muy contento, renegó durante todo el camino. 
Una vez llegados, nos dimos cuenta que nadie pensó en proporcionarnos una llave del departamento, en todo caso el estudiante no la tenía. Por tanto me quedé sentada en las gradas delante de la puerta, con tres niños hambrientos y cinco maletas, mientras Juan Antonio corrió a ver a la universidad si la secretaria del Center for Latin American Development Studies tendría quizás una copia. Si no fuese el caso, ¿tendríamos que pasar la noche en un banco del parque?

Un par de horas después, llegó la niña que estaba encargada de alimentar al gato de Shane. Ella tenía llave y nos dejó entrar. Así que se arregló el problema. El gato en cuestión era un macho blanco, enorme, que se escapaba en cuanto veía la menor oportunidad, pero volvía a casa después de sus andanzas y aventuras. También hacía estornudar y lagrimear al pobre Esteban que le tenía alergia. El departamento era muy lindo, grande y lleno de libros y podíamos vivir allí por tres semanas.

Teníamos por lo tanto empezar a buscar un departamento en alquiler y una escuela para que los chicos empiecen clases en septiembre. Todo el mundo nos aconsejaba el barrio de Brookline, que es un tranquilo barrio judío, por sus buenas escuelas y sus numerosos parques, como un lugar ideal para los niños. Tampoco está lejos de la universidad.

El propietario del departamento que conseguimos era un chino que tiene un restaurante en algún lado, y vivía en la planta baja con su familia. No sé quien estaría en el primer piso, nunca se veía a nadie allí. Nosotros estábamos en el segundo, bajo el techo, donde nos cocinábamos en el verano y nos helábamos en el invierno, a pesar de la calefacción central. Había una cantidad normal de cucarachas y unos ratones curiosos, que sacaban la cabeza de vez en cuando por unos huequitos en las paredes para saludarnos. Atrás había un balcón de madera que olía a brea y desde el cual se podía ver a la señora china trabajar en su huerta y un poco más allá, la línea del metro que sale a la superficie.
No teníamos muebles, pero había una vieja cocina eléctrica, un refrigerador y un gran armario en la cocina. También teníamos una alarma contra incendios en el techo del pasillo, que se ponía a chillar cada vez que encendía el horno o que quería asar unas chuletas en la sartén. Uno de los chicos debía quedarse parado debajo de la alarma, agitando un secador debajo del aparato, para evitar que los bomberos lleguen inmediatamente, a toda sirena, con tres enormes camiones y dos ambulancias, como ocurrió cuando el sofá del vecino se incendió. La vez que quise hacer pato a la naranja en el horno quedará en la historia familiar, pero esta vez terminé por sacar la pila para callar el monstruo. Chis, no lo digan a nadie, está estrictamente prohibido. 

Unos amigos de Juan Antonio, que él ya había conocido en el CLADS dos años antes, nos ayudaron a construir unas plataformas de conglomerado para las camas, y fuimos a comprar colchones de espuma, sábanas, frazadas, ollas, platos y demás en la tienda Five and Ten, llamada así porque en los (muy) viejos tiempos se podía comprar de todo por cinco o diez centavos. También encontramos allí una mesa y sillas plegables. Entre nuestras primeras compras hubo una alfombra de segunda mano (que servía de asientos en el living) y una TV portátil de 25 dólares, en blanco y negro. 

En las noches nos sentábamos en el piso para mirar Masterpiece Theater, pero cada vez que el metro pasaba detrás de la casa, la imagen se perdía y sólo se escuchaba el fuerte crepitar de la pantalla. Nos encantaba Brideshead Revisited y desde entonces he debido volver a leer el libro unas seis veces. Esteban era fanático de Sesame Street y de los Muppets, sus hermanas, un poco mayores, veían el programa Electric Company y adoraban la serie Little House on the Prairie, además se ponían los vestidos de las señoritas Ingals, como se puede ver en las fotos.  

Una vez que Juan Antonio pudo cobrar su segundo salario (el primero sirvió para pagar mi inscripción a la universidad), pudimos comprarnos un sofá de dos plazas. Tardaron tanto para traerlo de la tienda que hicimos el reclamo, con el resultado que nos entregaron dos veces el mismo mueble con una semana de intervalo. Lamentablemente somos demasiado honestos y nos quedamos con solo uno.


El primer año los tres chicos iban a la escuela primaria, la Pierce School, una construcción moderna de ladrillo donde el sistema de educación era también moderno pero no muy exigente. No había aulas cerradas, todo el piso era un solo ambiente con rincones donde las clases se instalaban según las necesidades del momento. Además de las clases normales, Miss Alice daba clases de inglés en pequeños grupos para ayudar a los niños recién llegados, y los chicos se pusieron al día rápidamente. Había por cierto muchos extranjeritos en esta escuela.

El segundo año de nuestra estadía, Isabel empezó clases en la Brookline High School. Durante las vacaciones había tomado cursos de lenguaje Pascal para computadoras en MIT, el Massassuchetts Institute for Technology, una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Tenía 13 años. Esto me recuerda nuestra primera computadora personal, una Apple II e, y los juegos de la época como Pacman y Apple Panic.


Esteban aprendía a jugar baseball como todos los niños americanos con su amigo Svi, un chico judío que venía de Sudáfrica. Adriana tenía una amiga rusa, Svetlana, con la cual se pasaba el día hablando por teléfono. Toda la conversación era “What’s up?... Nothing, and you, what’s up? Nothing”... Isabel tenía una amiga israelita, Osnat. Todos estos chicos vivían en la vecindad y se encontraban en los parques cerca de la casa.

Nuestros niños tenían que ser muy independientes, porque yo estaba todo el día en la universidad trabajando por mi maestría. Almorzaban en la escuela e Isabel tenía la llave de la casa colgada del cuello con una pita. Yo llegaba alrededor de las cuatro y media y hacíamos una rica merienda con galletas y un gran vaso de leche. Después de supervisar las tareas de los chicos, ir a lavar la ropa a la lavandería automática, hacer las compras, cocinar la cena, etc. tenía que ponerme a estudiar o escribir ensayos por la noche. Generalmente Juan Antonio se encargaba de acostar a los chicos.

A veces nos citábamos los dos para almorzar en un restaurante cerca de la universidad pero otras veces me las arreglaba con un jugo de frutas o un Snicker. También había una farmacia frente a BU que vendía café en vasitos de cartón. Su café era tan fuerte que sospecho que le ponían tabletas de cafeína. En todo caso, no te dejaba dormir en toda la noche y era muy popular entre los estudiantes en épocas de exámenes.

Muchas cosas me llamaban la atención en Estados Unidos. En primer lugar la dedicación y la competencia de los profesores de las escuelas primaria y secundaria. En la universidad, tenía que acostumbrarme a llamar a los profes por su nombre de pila, muy diferente de lo que había conocido en la universidad de Lovaina antes del 68. Lo más raro para mí eran las relaciones con mis colegas estudiantes: muy amigos mientras estábamos en el mismo curso o el mismo laboratorio, pero después desaparecían sin dejar huella y – si te vi no me acuerdo. Por lo menos así era en el departamento de biología. En el CLADS era muy diferente, quizás por la influencia de los latinos, los amigos eran más duraderos y servían también fuera de las horas de oficina. 

Mientras Juan Antonio daba sus clases, trabajaba en su proyecto de investigación, discutía con sus colegas o iba a comer con ellos al Faculty Club, yo tomaba clases de botánica sistemática de la Nueva Inglaterra y hacía taxidermia de ardillas arrolladas por los autos y los pocos ratones de campo que había podido trampear. Después de haber aprendido los nombres de las plantas en flamenco primero, después en francés, luego en español, ahora tenía que ser en inglés, y además la manera local de pronunciar sus nombres en latín era de lo más extraña. El resultado es que soy absolutamente nula en taxonomía vegetal. 

Para mi trabajo de tesis, hacía crecer plantas de tomate de diferentes variedades silvestres en unas vitrinas con control de luminosidad, temperatura y longitud del día, aíslaba y medía los componentes químicos de la hojas parcialmente comidas versus no comidas, y pesaba cada día cientos de larvas minúsculas de escarabajos del Colorado y de orugas cornudas del tabaco.
Esto fue hasta que los servicios de mantenimiento de la universidad vinieron a rociar insecticidas en todos los laboratorios porque habían encontrado unas cucarachas en el edificio. Tuvo que obtener nuevos bichos y volver a empezar una buena parte de mis experimentos.

En general los cursos eran muy interesantes y aumentaban mi entusiasmo para la profesión. La moda en este momento era que los vegetales podían sufrir de stress y, más novedoso, podían comunicarse con otras plantas de la misma especie para alertarlas, por ejemplo del ataque de un herbívoro, a consecuencia de lo cual las plantas receptoras del mensaje aumentaban sus defensas químicas. Curioso.

Al frente de BU, atravesando el río Charles, estaban el barrio de Cambridge y la muy envidiada universidad de Harvard. Íbamos de paseo para admirar los viejos muros cubiertos de hiedra y los jardines, y visitar la librería o la tienda de la universidad que vendía camisas y blazers muy ingleses. 
El centro de la ciudad de Boston era también muy interesante con su gran parque central, el Boston Commons, que antes fue una pradera comunitaria para las vacas, su barrio chino y el puerto, que recientemente se había convertido en un centro comercial de moda con la renovación del Quincy Market. Cuando fuimos a visitar el acuario marino, Esteban no quería por nada ver el espectáculo de los delfines. Tenía muy malos recuerdos de cuando era muy chiquito y se había asustado terriblemente con sus saltos y salpicaduras en el zoológico de Amberes. Tuve que esperar afuera con él. En cambio, no tenía ningún miedo de los caballos de la policía montada e iba a acariciarlos cada vez que podía.
Durante este primer verano no teníamos mucho tiempo de vacaciones pero íbamos alguna vez a la playa cerca de Boston, lamentablemente muy sucia, y hicimos una linda excursión en barco hasta un viejo fuerte, en una isla cuyo nombre me olvidé.
El primer día de regreso a clases, cuando Miss Alice pidió a Adriana escribir una redacción acerca de sus vacaciones, ella se limitó a escribir en grandes letras “I did nothing”. 

También aprovechamos del hecho de encontrarnos a medio camino del trayecto La Paz – Bruselas para viajar a Bélgica en ocasión de las bodas de oro de mis padres. Hay una foto en la cual se puede ver casi toda la familia, lamentablemente no es de buena calidad y es un poco difícil reconocer a los más pequeños.

Atrás, de izq. a derecha: Juan Antonio, Marthe, Maurice, Christine, Yves con Isaac?, Anne (medio oculta), François (el hippie), Tiennot (el afro), Luc (con pelo largo), Jean, Charly. Al medio, Jacquot, Adriana (un poco detrás de Yves), Cécile, Chantal, Catherine, Martine, Nénette. Delante, Nicolas, Isabel, Claire et su esposo Jean con Simon, el abuelo Etienne con la pequeña Anne y quizás Sven adelante, la abuela Lily con el bebé Myriam, Dominique (con sombrero), Esteban (en rojo y amarillo), Tobias (de espaldas), Patrick, Joseph? y Marguerite. Faltan Julie, Nicolas, Véronique y Pierre, y Joaquín que todavía no había nacido.
El siguiente invierno François nos invitó a pasar una semana en Beebe, en la frontera entre Canadá y Estados Unidos, donde había alquilado una linda casa cerca de un lago congelado. Hemos podido patinar, pasear y cocinar, pero lo que más hicimos fue barrer: primero las moscas muertas que formaban una alfombra en el piso cuando entramos, y luego la nieve, para hacer pistas en el lago por donde poder patinar.


Juan Antonio estaba feliz trabajando con el grupo de economistas del Centro de Investigación y le hubiera gustado quedarse un año o dos todavía. Cosa extraña, yo tenía más nostalgia de La Paz que él. El año escolar se había terminado, había defendido mi tesis, y los chicos también querían volver a Bolivia. Muchas cosas habían ocurrido allí durante nuestra ausencia.



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