Y bueno, así
es como nos fuimos a Boston, Estados Unidos, en agosto 1981.
Shane y Bárbara Hunt, siempre tan amables, nos
habían prestado su departamento para tener donde aterrizar mientras ellos
estaban de vacaciones, y un estudiante de Boston University nos recogió del
aeropuerto para llevarnos hasta allí. El taxi estaba lleno a rebalsar y el
chofer no estaba muy contento, renegó durante todo el camino.
Una vez llegados, nos dimos cuenta que nadie
pensó en proporcionarnos una llave del departamento, en todo caso el estudiante
no la tenía. Por tanto me quedé sentada en las gradas delante de la puerta, con
tres niños hambrientos y cinco maletas, mientras Juan Antonio corrió a ver a la
universidad si la secretaria del Center for Latin American Development Studies tendría
quizás una copia. Si no fuese el caso, ¿tendríamos que pasar la noche en un
banco del parque?
Un par de horas después, llegó la niña que
estaba encargada de alimentar al gato de Shane. Ella tenía llave y nos dejó
entrar. Así que se arregló el problema. El gato en cuestión era un macho
blanco, enorme, que se escapaba en cuanto veía la menor oportunidad, pero
volvía a casa después de sus andanzas y aventuras. También hacía estornudar y
lagrimear al pobre Esteban que le tenía alergia. El departamento era muy lindo,
grande y lleno de libros y podíamos vivir allí por tres semanas.
Teníamos por lo tanto empezar a buscar un
departamento en alquiler y una escuela para que los chicos empiecen clases en
septiembre. Todo el mundo nos aconsejaba el barrio de Brookline, que es un
tranquilo barrio judío, por sus buenas escuelas y sus numerosos parques, como
un lugar ideal para los niños. Tampoco está lejos de la universidad.
El propietario del departamento que conseguimos
era un chino que tiene un restaurante en algún lado, y vivía en la planta baja
con su familia. No sé quien estaría en el primer piso, nunca se veía a nadie
allí. Nosotros estábamos en el segundo, bajo el techo, donde nos cocinábamos en
el verano y nos helábamos en el invierno, a pesar de la calefacción central.
Había una cantidad normal de cucarachas y unos ratones curiosos, que sacaban la
cabeza de vez en cuando por unos huequitos en las paredes para saludarnos.
Atrás había un balcón de madera que olía a brea y desde el cual se podía ver a
la señora china trabajar en su huerta y un poco más allá, la línea del metro
que sale a la superficie.
No teníamos muebles, pero había una vieja cocina
eléctrica, un refrigerador y un gran armario en la cocina. También teníamos una
alarma contra incendios en el techo del pasillo, que se ponía a chillar cada
vez que encendía el horno o que quería asar unas chuletas en la sartén. Uno de
los chicos debía quedarse parado debajo de la alarma, agitando un secador
debajo del aparato, para evitar que los bomberos lleguen inmediatamente, a toda
sirena, con tres enormes camiones y dos ambulancias, como ocurrió cuando el
sofá del vecino se incendió. La vez que quise hacer pato a la naranja en el
horno quedará en la historia familiar, pero esta vez terminé por sacar la pila
para callar el monstruo. Chis, no lo digan a nadie, está estrictamente
prohibido.
Unos amigos de Juan Antonio, que él ya había
conocido en el CLADS dos años antes, nos ayudaron a construir unas plataformas de
conglomerado para las camas, y fuimos a comprar colchones de espuma, sábanas,
frazadas, ollas, platos y demás en la tienda Five and Ten, llamada así porque
en los (muy) viejos tiempos se podía comprar de todo por cinco o diez centavos.
También encontramos allí una mesa y sillas plegables. Entre nuestras primeras
compras hubo una alfombra de segunda mano (que servía de asientos en el living)
y una TV portátil de 25 dólares, en blanco y negro.
En las noches nos sentábamos en el piso para
mirar Masterpiece Theater, pero cada vez que el metro pasaba detrás de la casa,
la imagen se perdía y sólo se escuchaba el fuerte crepitar de la pantalla. Nos
encantaba Brideshead Revisited y desde entonces he debido volver a leer el libro
unas seis veces. Esteban era fanático de Sesame Street y de los Muppets, sus
hermanas, un poco mayores, veían el programa Electric Company y adoraban la
serie Little House on the Prairie, además se ponían los vestidos de las señoritas
Ingals, como se puede ver en las fotos.
Una vez que Juan Antonio pudo cobrar su segundo
salario (el primero sirvió para pagar mi inscripción a la universidad), pudimos
comprarnos un sofá de dos plazas. Tardaron tanto para traerlo de la tienda que
hicimos el reclamo, con el resultado que nos entregaron dos veces el mismo mueble
con una semana de intervalo. Lamentablemente somos demasiado honestos y nos
quedamos con solo uno.
El primer año los tres chicos iban a la escuela
primaria, la Pierce School, una construcción moderna de ladrillo donde el
sistema de educación era también moderno pero no muy exigente. No había aulas
cerradas, todo el piso era un solo ambiente con rincones donde las clases se
instalaban según las necesidades del momento. Además de las clases normales, Miss
Alice daba clases de inglés en pequeños grupos para ayudar a los niños recién
llegados, y los chicos se pusieron al día rápidamente. Había por cierto muchos
extranjeritos en esta escuela.
El segundo año de nuestra estadía, Isabel
empezó clases en la Brookline High School. Durante las vacaciones había tomado
cursos de lenguaje Pascal para computadoras en MIT, el Massassuchetts Institute
for Technology, una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Tenía
13 años. Esto me recuerda nuestra primera computadora personal, una Apple II e,
y los juegos de la época como Pacman y Apple Panic.
Esteban aprendía a jugar baseball como todos
los niños americanos con su amigo Svi, un chico judío que venía de Sudáfrica.
Adriana tenía una amiga rusa, Svetlana, con la cual se pasaba el día hablando
por teléfono. Toda la conversación era “What’s up?... Nothing, and you,
what’s up? Nothing”... Isabel tenía
una amiga israelita, Osnat. Todos estos chicos vivían en la vecindad y se
encontraban en los parques cerca de la casa.
Nuestros niños tenían que ser muy
independientes, porque yo estaba todo el día en la universidad trabajando por
mi maestría. Almorzaban en la escuela e Isabel tenía la llave de la casa
colgada del cuello con una pita. Yo llegaba alrededor de las cuatro y media y
hacíamos una rica merienda con galletas y un gran vaso de leche. Después de
supervisar las tareas de los chicos, ir a lavar la ropa a la lavandería automática,
hacer las compras, cocinar la cena, etc. tenía que ponerme a estudiar o
escribir ensayos por la noche. Generalmente Juan Antonio se encargaba de
acostar a los chicos.
A veces nos citábamos los dos para almorzar en
un restaurante cerca de la universidad pero otras veces me las arreglaba con un
jugo de frutas o un Snicker. También había una farmacia frente a BU que vendía
café en vasitos de cartón. Su café era tan fuerte que sospecho que le ponían
tabletas de cafeína. En todo caso, no te dejaba dormir en toda la noche y era
muy popular entre los estudiantes en épocas de exámenes.
Muchas cosas me llamaban la atención en Estados
Unidos. En primer lugar la dedicación y la competencia de los profesores de las
escuelas primaria y secundaria. En la universidad, tenía que acostumbrarme a
llamar a los profes por su nombre de pila, muy diferente de lo que había
conocido en la universidad de Lovaina antes del 68. Lo más raro para mí eran
las relaciones con mis colegas estudiantes: muy amigos mientras estábamos en el
mismo curso o el mismo laboratorio, pero después desaparecían sin dejar huella
y – si te vi no me acuerdo. Por lo menos así era en el departamento de
biología. En el CLADS era muy diferente, quizás por la influencia de los latinos,
los amigos eran más duraderos y servían también fuera de las horas de oficina.
Mientras Juan Antonio daba sus clases,
trabajaba en su proyecto de investigación, discutía con sus colegas o iba a
comer con ellos al Faculty Club, yo tomaba clases de botánica sistemática de la
Nueva Inglaterra y hacía taxidermia de ardillas arrolladas por los autos y los
pocos ratones de campo que había podido trampear. Después de haber aprendido
los nombres de las plantas en flamenco primero, después en francés, luego en
español, ahora tenía que ser en inglés, y además la manera local de pronunciar
sus nombres en latín era de lo más extraña. El resultado es que soy
absolutamente nula en taxonomía vegetal.
Para mi trabajo de tesis, hacía crecer plantas de tomate de diferentes variedades silvestres en unas vitrinas con control de luminosidad, temperatura y longitud del día, aíslaba y medía los componentes químicos de la hojas parcialmente comidas versus no comidas, y pesaba cada día cientos de larvas minúsculas de escarabajos del Colorado y de orugas cornudas del tabaco.
Para mi trabajo de tesis, hacía crecer plantas de tomate de diferentes variedades silvestres en unas vitrinas con control de luminosidad, temperatura y longitud del día, aíslaba y medía los componentes químicos de la hojas parcialmente comidas versus no comidas, y pesaba cada día cientos de larvas minúsculas de escarabajos del Colorado y de orugas cornudas del tabaco.
Esto fue hasta que los servicios de
mantenimiento de la universidad vinieron a rociar insecticidas en todos los
laboratorios porque habían encontrado unas cucarachas en el edificio. Tuvo que obtener
nuevos bichos y volver a empezar una buena parte de mis experimentos.
En general los cursos eran muy interesantes y
aumentaban mi entusiasmo para la profesión. La moda en este momento era que los
vegetales podían sufrir de stress y, más novedoso, podían comunicarse con otras
plantas de la misma especie para alertarlas, por ejemplo del ataque de un
herbívoro, a consecuencia de lo cual las plantas receptoras del mensaje
aumentaban sus defensas químicas. Curioso.
Al frente de BU, atravesando el río Charles,
estaban el barrio de Cambridge y la muy envidiada universidad de Harvard. Íbamos
de paseo para admirar los viejos muros cubiertos de hiedra y los jardines, y
visitar la librería o la tienda de la universidad que vendía camisas y blazers
muy ingleses.
Durante este primer verano no teníamos mucho
tiempo de vacaciones pero íbamos alguna vez a la playa cerca de Boston,
lamentablemente muy sucia, y hicimos una linda excursión en barco hasta un
viejo fuerte, en una isla cuyo nombre me olvidé.
El primer día de regreso a clases, cuando Miss
Alice pidió a Adriana escribir una redacción acerca de sus vacaciones, ella se
limitó a escribir en grandes letras “I did nothing”.
También aprovechamos del hecho de encontrarnos
a medio camino del trayecto La Paz – Bruselas para viajar a Bélgica en ocasión
de las bodas de oro de mis padres. Hay una foto en la cual se puede ver casi
toda la familia, lamentablemente no es de buena calidad y es un poco difícil
reconocer a los más pequeños.
El siguiente invierno François nos invitó a
pasar una semana en Beebe, en la frontera entre Canadá y Estados Unidos, donde
había alquilado una linda casa cerca de un lago congelado. Hemos podido
patinar, pasear y cocinar, pero lo que más hicimos fue barrer: primero las
moscas muertas que formaban una alfombra en el piso cuando entramos, y luego la
nieve, para hacer pistas en el lago por donde poder patinar.
Juan Antonio estaba feliz trabajando con el
grupo de economistas del Centro de Investigación y le hubiera gustado quedarse
un año o dos todavía. Cosa extraña, yo tenía más nostalgia de La Paz que él. El
año escolar se había terminado, había defendido mi tesis, y los chicos también
querían volver a Bolivia. Muchas cosas habían ocurrido allí durante nuestra
ausencia.
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