viernes, 7 de noviembre de 2014

Tabúes



Buenas obras 
Estoy convencida que mi madre era menos beata que mi padre. Era menos formalista en cuestiones religiosas y tenía menos apego que él a los ritos y las supersticiones. En cambio tenía para sus hijos una larga lista de tabúes.


Por supuesto que acompañaba a su marido en todas sus devociones y novenas, pero no tomaba ella la iniciativa y más tarde, cuando quedó viuda, ya no hubo más sesiones de oración en familia ni peregrinajes a la Virgen.

En cambio siempre fue activa y hacía toda clase de voluntariados. Distribuía libros de la biblioteca a los enfermos de los hospitales, organizaba tómbolas, tecitos y chocolatadas para los ancianitos, visitaba gente descapacitada en sus domicilios, y no sé qué otras cosas más. 

Cuando iba a las reuniones donde se organizaban estas actividades, habiendo ella cumplido ya los noventa años, a menudo se quejaba “Solamente había viejitos”. Estos viejitos tenían por cierto veinte años menos que ella. 

Siempre se mantuvo joven, al igual que sus dos hermanas, mis tías Mimi y Crico, esta última es la que ha de festejar su centenario en febrero 2015. 


Reglas de conducta

Para hablar de los tabúes de mi madre, tengo que decir primero que no todos estaban ligados a la sexualidad. Por ejemplo, cuando íbamos al colegio en bus durante el invierno, nos encontrábamos allí con otras chicas del barrio que iban al Ateneo municipal. No nos era permitido tener amistad con ellas fuera del bus, por la única razón que iban a una escuela laica. 

Tampoco podíamos tener amistad con hijas de padres divorciados o de protestantes. En estas épocas había  pocos musulmanes en San Nicolás, no como ocurre ahora que todos los niños de las escuelas se llaman Mohamed o Fátima, y muy escasos judíos. Para el gusto de nuestros padres, lo mejor hubiera sido que nos encontremos únicamente con los hijos de sus conocidos. Esto se reducía entonces a los varios Ouwerx, los numerosos Vermeire, las tres hijas De Decker, los cuatro Poppe, Monique Segers, mis primos Raymond y Philippe Belpaire, y François De Cleene.  

François era el hijo de un notario que tenía su gran casa burguesa en la calle de la Estación y mi mamá seguramente hubiese querido que yo me casara con él. Cada vez que había una fiesta en algún lugar (ya hablaré de estas fiestas más adelante) ella le pedía que me lleve en auto y que me vuelva a traer después. Sin duda era un buen chico, pero nunca le vi nada especial y las pequeñas intrigas maternales no funcionaron.

Tampoco era posible tener amigos que eran hijos de comerciantes. No era solamente un asunto de clase social. Según decía mi madre “para ser comerciante, hay que ser mentiroso y ladrón. Los que son útiles a la sociedad son los productores, no los que se limitan a vender los productos que los otros fabrican”.


Fuera del problema de los amigos, había las canciones que escuchábamos en la radio y que le parecían escandalosas, como muchas de Georges Brassens y algunas de Jacques Brel, que la radio belga difundía recién a partir de las once de la noche. Recibí un largo sermón cuando le hice escuchar entusiasmada el Padrenuestro de Jacques Prévert:  “Notre père qui êtes aux cieux, restez-y, et nous, nous resterons sur la terre, qui est quelquefois si jolie”. 

Tampoco le gustaba para nada la palabra “amantes” y cuando aparecía en una canción me reprendía diciendo que el amor era para siempre y que el sacramento del matrimonio era la garantía suficiente para que sea así. Es cierto que mis padres estuvieron enamorados toda su vida y que pertenezco a la especie en extinción de los monógamos, pero no significa que esto sea cierto para todo el mundo. En fin, pareciera que su sermón hizo efecto.


Por otro lado había el problema de cómo vestirnos. Si bien las chicas podíamos llevar pantalones en la casa y el jardín e incluso shorts en la playa, para ir al centro de la ciudad nos obligaba a cambiarnos y ponernos una falda. Como nos trasladábamos en bicicleta, estas falditas no se quedaban tan fácilmente en su lugar cuando había algo de viento, y teníamos que pedalear con una mano en el manubrio y la otra mano agarrando la falda. No era muy práctico y hasta un poco peligroso. Esta regla por lo demás ya fue cambiada para mis dos hermanitas Christine y Marthe, porque mi mamá finalmente entendió que era mejor ponerse pantalón para andar en bicicleta. 

Por supuesto este código vestimentario se aplicaba también en todas las escuelas de monjas, donde las chicas iban uniformadas con faldita plegada justo por debajo de las rodillas, medias de lana hasta la altura de la falda, blusa blanca con mangas largas, eventualmente un pullover con cuello en V, corbatita con elástico y una boina en la cabeza. Solamente cuando hacía muchísimo frío teníamos la posibilidad de ponernos un pantalón, pero siempre por debajo de la falda. Para la gimnasia teníamos unas bombachas cortas y muy amplias, que parecían algo intermedio entre un pañal y pantalones de harem, de lo más ridículas.

De abejas y flores
 
En cuanto al sexo, simplemente era algo de lo que no se hablaba, no era un tema de conversación. He debido saber siempre de donde venían los bebés, ya que nacieron tres después de mí, los partos eran a domicilio y mi mamá les daba pecho. También había visto varias veces los gatos y perros de la casa con sus críos. Además tuve mis reglas temprano, a los once años, y algo me tuvieron que explicar. Pero por mucho tiempo no sabía para qué servían los papás, a no ser para asegurar el sustento de la familia con su trabajo esforzado. 

Recién a los quince años tuve la solemne autorización de leer un libro – aprobado por la iglesia nihil obstat e imprimatur – llamado “Tú que pronto serás mujer”,  el cual se suponía que me iba a explicar los misterios de la vida. Había una versión para varones también y me imagino que el librito fue lectura obligatoria para todos mis hermanos. Antes de eso por supuesto que ya me había enterado de todo lo relacionado al sexo por vías menos oficiales. Buena parte venía de los compañeros del club de natación entre los cuales circulaba encubierto un libro de educación sexual mucho más interesante.  


Todos los años la escuela organizaba un retiro espiritual de dos o tres días durante los cuales escuchábamos homilías de un cura invitado especialmente y recitábamos oraciones, pero estos retiros se hacían en la misma escuela o en una iglesia cercana, por lo que volvíamos a casa al medio día y en la tarde. Pero a los mismos quince años, considerados seguramente como una edad  crítica, el retiro se hizo en un convento más alejado y donde nos quedábamos a dormir. 

Esta vez se trataba de darnos una educación sexual, a cargo de un cura joven y relativamente buen mozo. No me acuerdo mucho de sus cuentos sobre florecitas y abejas. Lo que sí me acuerdo, es que nos mencionó en algún momento que había chicos “que se tocaban” y que esto se llamaba “masturbación”. Era por supuesto algo muy dañino para su salud y un gran pecado, probablemente un pecado mortal. Por suerte, según él, esto no existía entre las chicas. Me dejó perpleja, pero por lo menos enriqueció mi vocabulario.

Esta inhibición para hablar de sexo me quedó en cierta medida a pesar de mis esfuerzos para deshacerme de ella. Me acuerdo que cuando mi hija Isabel tuvo seis o siete años quise hablarle del rol de los papás y ella me respondió “Mamá, si te molesta hablar de estas cosas, no te hagas problemas, ya lo sé todo”. Bueno, me dejó sin argumento, y todo lo que podía decirle es que si tenía preguntas más adelante, que las hiciera en cualquier momento.

La Virgen de Lourdes

Mi prima Martine y yo nos encontramos en uno viejo tren maloliente con banquetas de madera, en camino a Bordeaux, de donde nuestro grupo seguiría viaje en autobús hasta la ciudad de Lourdes, al pie de los Pireneos. El grupo del cual formamos parte era compuesto por peregrinos del obispado de Gante, varios de ellos enfermos o con alguna discapacidad (capacidad especial se dice ahora), y sus acompañantes o familiares. Varios de ellos hacían el mismo viaje cada año para pedir un milagro a la Virgen, o simplemente por devoción o para cumplir una promesa.

Esto era el caso también de mi hermano mayor, Jacquot, que iba a Lourdes cada mes de julio para trabajar como voluntario, transportando enfermos como ayudante de camillero. Algunos años mi madre lo acompañaba, otros años iba solo.  

El obispo de Gante había organizado una rifa entre los fieles para sostener sus obras caritativas, cuyo gran premio era un viaje a Lourdes para dos personas, todo incluido. Mi abuela materna había ganado el premio ese año y como era incapaz de viajar, sus hijas Lili y Crico habían convenido con ella mandarnos a nosotras dos. Fue en verano, yo debía tener quince años y medio y Martine recién había cumplido dieciséis. Creo que nuestras madres tenían la esperanza de que la Virgen hiciera el milagro de reconvertir a sus hijas descreídas a la verdadera fe. Pero para su mala suerte, el viaje tendría más bien el efecto contrario.

Una vez llegadas a nuestro destino, la primera cosa que nos llamó la atención en las calles de Lourdes era el inmenso comercio de objetos de devoción que inundaba toda la ciudad. Vírgenes fosforescentes, botellas en forma de virgen llenas de agua milagrosa, bendita o sin bendecir según el precio, rosarios de todo tamaño, materia y color, Sagrados Corazones de Jesús y de María, Cristos sangrantes, Bernarditas de yeso, fotos de la gruta, pintadas con gouache de colores fuertes, velas decoradas y flores de plástico, todo el kitsch católico que se pueden imaginar, multiplicado por mil. Toda la población vivía de este comercio, además por supuesto de alojar (mal) y alimentar (peor) a los peregrinos. 


La monumental catedral nueva nos parecía fea, los baños de agua milagrosa en la cual se sumergía a los enfermos, protegidos por unas lonas azules, espantosamente sucios, y la famosa gruta, bueno, no era nada espectacular, con sus estatuas de yeso que no tenían nada de artístico. A pesar de todo, hemos participado una noche en la procesión con velas, porque habíamos prometido hacerlo a nuestras mamás, a quienes les parecía la parte más emotiva del asunto.  

De todos modos, habíamos decidido reducir nuestras obligaciones religiosas a lo mínimo indispensable y no tuvimos ninguna dificultad para apartarnos de las otras actividades del grupo. El resto de la semana íbamos a la piscina municipal a nadar, broncearnos y entrabar amistad con la población local. Muy pronto, mi prima atrajo a dos jóvenes galanes que nos seguían a todas partes. Hay que decir que en la pequeña ciudad no había muchas otras atracciones. Lamentablemente para mí, Martine había escogido el más apuesto y me quedé con el otro, mucho menos apetitoso y bastante insistente cuando me quería besar. Era un poco difícil deshacerse de él sin lastimar sus sentimientos, tampoco quería decirle que era feo y que hubiese preferido a su amigo, pero terminó por comprender y dejarme en paz. 

De esta manera la semana pasó rápido y volvimos a Bélgica por el mismo tren, sin que haya ocurrido ningún milagro, ni para nosotros, ni para el resto del grupo del obispado de Gante. Una verdadera pena.

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