lunes, 15 de septiembre de 2014

El Mar del Norte



 Agua por todas partes

Adoro el mar. El Mar del Norte de mi niñez, los océanos que bañan las islas caribeñas (tan sólo en mis sueños), el Mar Mediterráneo, el Océano Pacífico, sea de Valparaíso, Lima o San Francisco, el Atlántico, tanto en Normandía como en la Bahía de Todos los Santos, hasta el mar enclaustrado en los puertos de Nueva York y Boston, con sus focas juguetonas… 



Escucho el ruido de las olas que se rompen y vuelven, se rompen y vuelven, llevando y trayendo la arena escurridiza y los guijarros redondos. Con mis pies descalzos piso fragmentos de conchas a lo largo de la playa al norte de Knokke-le-Zoute o de Arica, o trato de caminar entre las rocas y las piedras con sus bordes suaves o afilados, entre las algas resbalosas, en Grecia, en Italia o en Francia.  

A lo largo de toda la costa de Bélgica, los rompe-olas dividen las playas para evitar que el mar se lleve toda la arena en cada tempestad. Con marea baja, los niños caminan hasta adentro, allá lejos, y se encuentran perdidos entre el cielo y el mar, en una inmensidad de luz y de colores.


Nos olvidamos de todo, con los cabellos revueltos por el viento, la vista a lo lejos. Pero mira, a nuestros pies aparece un diminuto cangrejo que camina veloz, o el amarillo anaranjado de una estrella de mar nos llama la atención. Allí hay una grieta entre las piedras, donde habita otro mundo, un mundo en miniatura. 

Cuando era una niña, quería ser pirata.


Con mis hermanos menores jugábamos mucho a ser piratas. La gran mesa del comedor de diario, que servía también como sala de juegos, se volteaba patas arriba y ya era un barco, se apilaban las sillas encima para que formen el aparejo, con algunas toallas tendidas para servir de velas, y podíamos zarpar, ya llegaríamos pronto a la Isla de la Tortuga o a la del Tesoro. Marthe, Christine y Tiennot eran piratas de alcurnia y gran coraje y yo, como era la mayor de los cuatro, me las arreglaba para ser el capitán, y comandar los abordajes al armario de la vajilla o al piano.

En otras ocasiones, la misma mesa, siempre dada vuelta, servía de clínica o de escuela para las muñecas y los peluches, pero ese es otro cuento.

Duinbergen

La villa Ruhengeri dominaba el dique y la playa de Duinbergen, justo donde empieza a girar hacia Albertplage y Knokke. La playa allí es mucho más ancha, la marea alta no alcanza el dique de ladrillos y los papás y mamás pueden broncearse o leer revistas, echados en unas hamacas de alquiler. Las sillas de lona a rayas se rentan a la semana, lo mismo que las cabinas de madera donde las sillas se almacenan en la tarde, junto con las palas, los baldes, los moldes para hacer pasteles de arena, los barquitos, las redes para pescar camarones, los molinillos de viento, las flores de papel y las cometas que forman parte de todo lo que se requiere para pasar unas buenas vacaciones en la costa belga.


La casa estrecha de cuatro pisos, que no merecía por cierto su nombre de “villa”, pertenecía a mi abuela, quien la había bautizada así por el primer puesto africano ocupado por mi tío Antoine, en Ruanda. Todos podíamos pasar allí las vacaciones de verano, a razón de quince días para cada una de las familias. Sin embargo nos arreglábamos para estar más tiempo en la costa, quedándonos a veranear con los primos y alguna de las tías: Mimi, Crico y Lili eran muy hospitalarias, y los niños dormíamos de a tres o cuatro, juntando las dos camas del cuarto. 

En la planta baja, donde se ve una puerta de garaje en la vieja postal de arriba, se había construido un pequeño departamento para la abuela que ya no podía subir escaleras. En la parte de atrás había una cocina antigua y un pequeño patio con arena donde se hacían secar las mallas y las toallas de playa, algunas veces también estrellas de mar apestosas y otros tesoros.  

En el primer piso se encontraba la sala con una magnífica vista del mar y desde donde se escuchaban las olas golpeando el dique a marea alta. Atrás estaba el comedor, ambos ambientes con muebles de estilo 1930. No nos gustaban mucho entonces, pero puedo creer que valdrían una fortuna hoy en día que se han puesto de moda nuevamente. Lo más divertido era el pequeño montacargas que unía el comedor y la cocina de abajo, como se ve en algunos restaurants. Funcionaba con una correa de lona para jalar y un contrapeso.


En los dos pisos de arriba había un total de cinco dormitorios y un pequeño baño. Cuando nos bañábamos, quedaba siempre una buena capa de arena al fondo de la tina. 
 
Todos los días, con sol, lluvia o viento, íbamos a la playa, sea en la arena seca, donde no alcanzaba la marea y se encontraban instaladas las hamacas y las paredes de lona multicolores que debían cortar el viento para los friolentos, sea en la arena húmeda, donde había que desplazarse a medida que el mar se acercaba e invadía los castillos de arena. Los juegos eran pues diferentes según el lugar y el nivel de la marea: imposible hacer pasteles con arena seca, pero para la venta de flores de papel era mejor establecerse cerca de las otras “tiendas”, en la arena seca y caliente.

Algunos primos Belpaire y Verstaeten: (1) Christine, (2) Luc, (3) Guido, (4) Marthe, (5) Cécile, con orejas de cocker spaniel, (6) Tiennot.

Para establecer el comercio había que primero cavar un hueco, lo bastante grande para que entren tres o cuatro niños, amontonando cuidadosamente la arena alrededor, para tener un mostrador donde se colocaban las flores de papel crepé. Las pequeñas conchas alargadas que íbamos a recoger temprano en la mañana, siguiendo la línea del mar en retirada, servían de moneda. Actualmente está prohibido cavar huecos en la arena seca, pero en esta época el hombrecito que alquilaba las cabinas y hamacas, el “maestro de playa”, los tapaba cada noche. 

Por supuesto que las flores más lindas eran las nuestras. Mi mamá compraba los papeles de seda o papeles crepé de todos los colores y nos enseñaba a hacer rosas, dalias, crisantemos y margaritas, pero también todas las flores inventadas que salían de nuestra imaginación.

Construir los castillos de arena que el mar atacaba siempre demasiado pronto pedía el esfuerzo de toda la familia. Cuando mi padre participaba, los fines de semana, era toda una fortaleza con caminos, puentes, túneles y defensivos por donde podían pasar las pelotitas de goma, o con mayor dificultad, los autitos de dinky toys.  

En cambio, volar cometas era muy frustrante: en general el viento era demasiado fuerte o demasiado débil, y en todos los casos muy inestable y cambiante.

Sophie’s choice

Cuando partíamos de vacaciones al mar era toda una operación logística de combate. Había que llenar dos autos con ocho niños, sus maletas, las sábanas, manteles, toallas y hasta los cubiertos, lo que no era muy sencillo. Mi mamá había decidido que cada niño podía llevar un solo juguete, sea muñeca u osito preferido, lo que me ponía en una situación muy difícil. Yo tenía dos muñecas, un bebé, Martín, y una niña, Martina. Ambos eran mis hijos, igualmente queridos. Me era totalmente imposible dejar uno abandonado en la casa por dos semanas.


Mi mamá, exasperada por la discusión y los nervios de los preparativos, me dio un sopapo, el único que recibí en mi vida. Generalmente nos castigaba poniéndonos en la esquina con una nalgada, más simbólica que real. Hice tal berrinche que mi papá terminó por ceder para restaurar la paz y poder finalmente partir. Logré viajar con Martina y Martín, que me acompañaban los dos en el auto. De una u otra manera, siempre conseguía lo que realmente quería y algunos dirán que todavía es el caso ahora.

Tití, Bibí y los demás

Muy pronto los niños se convertirían en adolescentes y las vacaciones en la costa ofrecerían nuevos placeres. Entre los numerosos primos de parecida edad y los amigos y conocidos que también se encontraban allí, sea en verano o para las vacaciones de Pascua, se formaba una alegre pandilla, que gozaba de una libertad que sólo existía al borde del mar.

A menudo nos tomábamos todo el ancho del dique, agarrados de la mano entre una docena o más de jóvenes bulliciosos. Entre los juegos preferidos había el de rodear a otros jóvenes desconocidos que pasaban por allí y exigirles una prenda, cantar algo o besar a alguien, antes de liberarlos. También podían juntarse a la banda, la que crecía sin cesar. Algunos otros grupos nos imitaban, pero no podría decir quien empezó con el juego, y a lo mejor no lo inventamos nosotros.    

En el centro de la pequeña aglomeración de Duinbergen se encontraban unos terrenos de tenis y un golf miniatura, con un club house que fue bautizado como “Petit Casino”, a pesar de que no había allí ninguna ruleta ni otros juegos de azar, solamente algunos futbolines destartalados y un par de mesas de ping-pong. 



El pequeño casino, y muy especialmente su jukebox, era el lugar de encuentro de todos los teenagers, donde podíamos tomar una coca cola y escuchar Sylvie Vartan, Françoise Hardy, Elvis Presley o los Everly Brothers. Yo, lo mismo que mis amigas, aprovechaba para hacerles ojitos a los lindos chicos de quince. 

Para hacerme la interesante creía vivir a los catorce años mi primera decepción amorosa y cultivaba mi romántica melancolía, caminando sin fin, dando vueltas en las mismas calles, entre las dunas, triste por una tarde entera. Las vacaciones siempre se terminan demasiado pronto.

Ahora ya no me acuerdo muy bien cuál, de Titi o de Bibi, era mi preferido, de hecho me gustaban los dos estudiantes, amigos de un mismo curso en un colegio jesuita cualquiera. 

Una de mis películas favoritas, que vería unos años más tarde, es “Jules et Jim”, con Jeanne Moreau. Me ponía en el lugar de la heroína, enamorada de los dos galanes, y podía cantar con ella: “J’ai la mémoire qui flanche, je m’souviens plus très bien…”es decir,Mi memoria titubea, no me acuerdo muy bien…”


No hay comentarios:

Publicar un comentario