Agua por todas partes
Adoro el mar. El Mar del Norte de mi niñez, los océanos que bañan las
islas caribeñas (tan sólo en mis sueños), el Mar Mediterráneo, el Océano Pacífico,
sea de Valparaíso, Lima o San Francisco, el Atlántico, tanto en Normandía como
en la Bahía de Todos los Santos, hasta el mar enclaustrado en los puertos de
Nueva York y Boston, con sus focas juguetonas…
Escucho el ruido de las olas que se rompen y vuelven, se rompen y
vuelven, llevando y trayendo la arena escurridiza y los guijarros redondos. Con
mis pies descalzos piso fragmentos de conchas a lo largo de la playa al norte de Knokke-le-Zoute
o de Arica, o trato de caminar entre las rocas y las piedras con sus bordes
suaves o afilados, entre las algas resbalosas, en Grecia, en Italia o en
Francia.
A lo largo de toda la costa de Bélgica, los rompe-olas dividen las
playas para evitar que el mar se lleve toda la arena en cada tempestad. Con
marea baja, los niños caminan hasta adentro, allá lejos, y se encuentran
perdidos entre el cielo y el mar, en una inmensidad de luz y de colores.
Nos olvidamos de todo, con los cabellos revueltos por el viento, la vista a lo lejos. Pero mira, a nuestros pies aparece un diminuto cangrejo que
camina veloz, o el amarillo anaranjado de una estrella de mar nos llama la
atención. Allí hay una grieta entre las piedras, donde habita otro mundo, un
mundo en miniatura.
Cuando era una niña, quería ser pirata.
Con mis hermanos menores jugábamos mucho a ser piratas. La gran mesa del
comedor de diario, que servía también como sala de juegos, se volteaba patas
arriba y ya era un barco, se apilaban las sillas encima para que formen el
aparejo, con algunas toallas tendidas para servir de velas, y podíamos zarpar,
ya llegaríamos pronto a la Isla de la Tortuga o a la del Tesoro. Marthe,
Christine y Tiennot eran piratas de alcurnia y gran coraje y yo, como era la
mayor de los cuatro, me las arreglaba para ser el capitán, y comandar los
abordajes al armario de la vajilla o al piano.
En otras ocasiones, la misma mesa, siempre dada vuelta, servía de
clínica o de escuela para las muñecas y los peluches, pero ese es otro cuento.
Duinbergen
La villa Ruhengeri dominaba el dique y la playa de Duinbergen, justo donde
empieza a girar hacia Albertplage y Knokke. La playa allí es mucho más ancha, la
marea alta no alcanza el dique de ladrillos y los papás y mamás pueden
broncearse o leer revistas, echados en unas hamacas de alquiler. Las sillas de
lona a rayas se rentan a la semana, lo mismo que las cabinas de madera donde las sillas se
almacenan en la tarde, junto con las palas, los baldes, los moldes para hacer
pasteles de arena, los barquitos, las redes para pescar camarones, los
molinillos de viento, las flores de papel y las cometas que forman parte de todo
lo que se requiere para pasar unas buenas vacaciones en la costa belga.
La casa estrecha de cuatro pisos, que no merecía por cierto su nombre de
“villa”, pertenecía a mi abuela, quien la había bautizada así por el primer
puesto africano ocupado por mi tío Antoine, en Ruanda. Todos podíamos pasar
allí las vacaciones de verano, a razón de quince días para cada una de las
familias. Sin embargo nos arreglábamos para estar más tiempo en la costa,
quedándonos a veranear con los primos y alguna de las tías: Mimi, Crico y Lili
eran muy hospitalarias, y los niños dormíamos de a tres o cuatro, juntando las dos
camas del cuarto.
En la planta baja, donde se ve una puerta de garaje en la vieja postal de arriba, se
había construido un pequeño departamento para la abuela que ya no podía subir
escaleras. En la parte de atrás había una cocina antigua y un pequeño patio con
arena donde se hacían secar las mallas y las toallas de playa, algunas veces
también estrellas de mar apestosas y otros tesoros.
En el primer piso se encontraba la sala con una magnífica vista del mar
y desde donde se escuchaban las olas golpeando el dique a marea alta. Atrás estaba
el comedor, ambos ambientes con muebles de estilo 1930. No nos gustaban mucho
entonces, pero puedo creer que valdrían una fortuna hoy en día que se han
puesto de moda nuevamente. Lo más divertido era el pequeño montacargas que unía
el comedor y la cocina de abajo, como se ve en algunos restaurants. Funcionaba
con una correa de lona para jalar y un contrapeso.
En los dos pisos de arriba había un total de cinco dormitorios y un
pequeño baño. Cuando nos bañábamos, quedaba siempre una buena capa de arena al
fondo de la tina.
Todos los días, con sol, lluvia o viento, íbamos a la playa, sea en la
arena seca, donde no alcanzaba la marea y se encontraban instaladas las hamacas
y las paredes de lona multicolores que debían cortar el viento para los
friolentos, sea en la arena húmeda, donde había que desplazarse a medida que el
mar se acercaba e invadía los castillos de arena. Los juegos eran pues diferentes
según el lugar y el nivel de la marea: imposible hacer pasteles con arena seca,
pero para la venta de flores de papel era mejor establecerse cerca de las otras
“tiendas”, en la arena seca y caliente.
Algunos primos Belpaire y Verstaeten: (1) Christine, (2) Luc, (3) Guido, (4) Marthe, (5) Cécile, con orejas de cocker spaniel, (6) Tiennot. |
Para establecer el comercio había que primero cavar un hueco, lo
bastante grande para que entren tres o cuatro niños, amontonando cuidadosamente
la arena alrededor, para tener un mostrador donde se colocaban las flores de
papel crepé. Las pequeñas conchas alargadas que íbamos a recoger temprano en la
mañana, siguiendo la línea del mar en retirada, servían de moneda. Actualmente está prohibido
cavar huecos en la arena seca, pero en esta época el hombrecito que alquilaba
las cabinas y hamacas, el “maestro de playa”, los tapaba cada noche.
Por supuesto que las flores más lindas eran las nuestras. Mi mamá
compraba los papeles de seda o papeles crepé de todos los colores y nos
enseñaba a hacer rosas, dalias, crisantemos y margaritas, pero también todas
las flores inventadas que salían de nuestra imaginación.
Construir los castillos de arena que el mar atacaba siempre demasiado
pronto pedía el esfuerzo de toda la familia. Cuando mi padre participaba, los
fines de semana, era toda una fortaleza con caminos, puentes, túneles y
defensivos por donde podían pasar las pelotitas de goma, o con mayor
dificultad, los autitos de dinky toys.
En cambio, volar cometas era muy frustrante: en general el viento era
demasiado fuerte o demasiado débil, y en todos los casos muy inestable y
cambiante.
Sophie’s choice
Cuando partíamos de vacaciones al mar era toda una operación logística
de combate. Había que llenar dos autos con ocho niños, sus maletas, las
sábanas, manteles, toallas y hasta los cubiertos, lo que no era muy sencillo.
Mi mamá había decidido que cada niño podía llevar un solo juguete, sea muñeca u
osito preferido, lo que me ponía en una situación muy difícil. Yo tenía dos
muñecas, un bebé, Martín, y una niña, Martina. Ambos eran mis hijos, igualmente
queridos. Me era totalmente imposible dejar uno abandonado en la casa por dos
semanas.
Mi mamá, exasperada por la discusión y los nervios de los preparativos,
me dio un sopapo, el único que recibí en mi vida. Generalmente nos castigaba poniéndonos en la
esquina con una nalgada, más simbólica que real. Hice tal berrinche que mi papá terminó por ceder para restaurar la paz y
poder finalmente partir. Logré viajar con Martina y Martín, que me acompañaban
los dos en el auto. De una u otra manera, siempre conseguía lo que realmente
quería y algunos dirán que todavía es el caso ahora.
Tití, Bibí y los demás
Muy pronto los niños se convertirían en adolescentes y las vacaciones en
la costa ofrecerían nuevos placeres. Entre los numerosos primos de parecida
edad y los amigos y conocidos que también se encontraban allí, sea en verano o
para las vacaciones de Pascua, se formaba una alegre pandilla, que gozaba de
una libertad que sólo existía al borde del mar.
A menudo nos tomábamos todo el ancho del dique, agarrados de la mano
entre una docena o más de jóvenes bulliciosos. Entre los juegos preferidos
había el de rodear a otros jóvenes desconocidos que pasaban por allí y
exigirles una prenda, cantar algo o besar a alguien, antes de liberarlos. También podían
juntarse a la banda, la que crecía sin cesar. Algunos otros grupos nos
imitaban, pero no podría decir quien empezó con el juego, y a lo mejor no lo
inventamos nosotros.
En el centro de la pequeña aglomeración de Duinbergen se encontraban
unos terrenos de tenis y un golf miniatura, con un club house que fue bautizado
como “Petit Casino”, a pesar de que no había allí ninguna ruleta ni otros
juegos de azar, solamente algunos futbolines destartalados y un par de mesas de
ping-pong.
El pequeño casino, y muy especialmente su jukebox, era el lugar de
encuentro de todos los teenagers, donde podíamos tomar una coca cola y escuchar
Sylvie Vartan, Françoise Hardy, Elvis Presley o los Everly Brothers. Yo, lo
mismo que mis amigas, aprovechaba para hacerles ojitos a los lindos chicos de
quince.
Para hacerme la interesante creía vivir a los catorce años mi primera
decepción amorosa y cultivaba mi romántica melancolía, caminando sin fin, dando
vueltas en las mismas calles, entre las dunas, triste por una tarde entera. Las
vacaciones siempre se terminan demasiado pronto.
Ahora ya no me acuerdo muy bien cuál, de Titi o de Bibi, era mi
preferido, de hecho me gustaban los dos estudiantes, amigos de un mismo curso en
un colegio jesuita cualquiera.
Una de mis películas favoritas, que vería unos años más tarde, es “Jules
et Jim”, con Jeanne Moreau. Me ponía en el lugar de la heroína, enamorada de
los dos galanes, y podía cantar con ella: “J’ai la mémoire qui flanche, je
m’souviens plus très bien…”es decir, “Mi memoria titubea,
no me acuerdo muy bien…”
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