miércoles, 15 de octubre de 2014

Vamos afuera



Natación

Antes de que hayan construido la piscina municipal cubierta de San Nicolás, íbamos a nadar al aire libre, en el enorme pozo de Scheerders. La familia Scheerders era dueña de una fábrica de ladrillos, y el hueco dejado por la extracción de greda formaba una laguna muy profunda.

En los bordes habían delimitado con simples cordeles y unos flotadores los lugares menos hondos, que formaban dos espacios: el "kiekekot", pozo para las gallinas, para los niños pequeños que aún no sabían nadar, y el "eendekot", pozo de los patos, para aquellos que ya sabían nadar un poco pero en el cual todavía se tenía pie.


El resto del lago estaba reservado para los buenos nadadores, como mis hermanas mayores, que iban y venían entre el borde y la plataforma de madera que flotaba en medio del agua. El agua era fría y verde, pero ya a partir del 15 de mayo podíamos, después de salir de la escuela, bañarnos con las compañeras, y salirnos rápidamente, tiritando.  

En el jardín de la casa siempre hubo un pequeño estanque de cemento en el cual podíamos mojarnos los pies o hacer flotar barquitos y patitos de goma. Un día mi padre decidió reemplazarlo con una verdadera piscina de 5 por 10 metros, pero a condición que todos los niños ayuden a cavar el hueco. Las vacaciones de verano fueron dedicadas enteras a esta tarea, para la cual reclutábamos también los amiguitos de la vecindad, con la promesa de que podrían usar la piscina cuando quisieran. Pero las vacaciones se terminaban, el otoño estaba por llegar y faltaba todavía mucho para terminar de cavar. Finalmente mi padre contrató una excavadora, que en una sola tarde logró deshacer lo que habíamos hecho durante todo el verano, para luego cavar un agujero del tamaño previsto. Qué frustración por todo el tiempo y el trabajo perdido. Luego vinieron unos albañiles a vaciar el cemento y pudimos por fin inaugurar la piscina antes que empiece el frío.

Escoutismo

Fue por la misma época que hice mis primeras experiencias con las guías scout. Mi hermana mayor, Anne, era jefa de una nueva tropa de guías católicas que dependía de nuestra parroquia. Mi otra hermana Nénette era Akela de unos lobatos, en el mismo vecindario. Anne había decidido meterme de cajón a jefa de una patrulla, compuesta por chicas bastante mayores que yo. Nepotismo por supuesto. Yo tenía entonces once años  y las otras chicas, trece y catorce. De acuerdo a los argumentos de mi hermana, me puso allí porque yo tenía una mejor educación (?). Por lo menos en lo concerniente al escoutismo, no sabía nada de nada.

Nuestros uniformes eran unos vestidos toscos llenos de bolsillos, pliegues y botones, de un horrible color beige militar, y sólo venían en uno o dos tamaños, por lo cual yo nadaba en el mío. Por suerte el cinturón de cuero permitía ajustarlo un poco. 


Esta pequeña tropa no duró mucho y fue absorbida por la tropa principal de San Nicolás, donde aprendí las cancioncitas nazis que le ponían los pelos de punta a mi mamá y el nacionalismo flamenco que se estaba poniendo de moda. Me quiero declarar completamente inocente de estas cosas que me enseñaban en contra de mi voluntad. 

En cambio me gustaban mucho las excursiones  y los juegos de pista en la naturaleza, poder construir muebles con palos amarrados entre sí con simples cuerdas, hacer fogatas e ir a acampar. De nuevo era jefa de patrulla, ya un poco más experimentada, y me habían bautizado como Tejón calmado. Con mi amiga Pingüino amistoso íbamos juntas a todas partes, no sólo a las reuniones de guía sino también a la escuela, a la natación y al tenis.

Patinando sobre hielo
  

En los bordes del río Escalda, a unos 15 km de la casa, se inundaba cada invierno las praderas para fertilizarlas, aprovechando que las vacas se mantenían en los establos. Cuando había una helada fuerte, generalmente en el mes de enero, se formaba una inmensa superficie de hielo entre los diques, donde se podía patinar. Solamente los sauces cabezones, unos cuantos arbustos y los bancos con hierbas más altas sobrepasaban el hielo en algunos lugares.


Íbamos a patinar con la familia y los amigos, amontonados en la VW de mi madre, seguramente manejada por uno de mis hermanos mayores, Anne, Nénette o François, y con un montón de chiquillos atrás.

Después de haber dado vueltas y organizado carreras por un par de horas, se hacía sentir el frío y el dolor de rodillas, entrábamos a un pequeño café rústico donde nos servían un caldo hirviente, que permitía recuperar fuerzas para volver a casa.

Una visita a mi tío Jacques

El tío Jacques era el hermano menor de mi papá y era pintor paisajista, con un estilo inspirado de los impresionistas. De vez en cuando íbamos a visitarlo en su bonita casa de campo en Belsele. A pesar de mi curiosidad, nunca pude visitar su taller mientras estaba trabajando. Un día organizó allí una exposición a la que fuimos, pero había dispuesto el taller como una galería y guardado todo su material fuera de vista. Lástima. 

De todos modos pintaba mayormente al aire libre y viajaba mucho al sur de Francia o a Italia donde la luz dorada le gustaba mucho más que el eterno gris de los cielos en Bélgica. También tenía muchos dibujos y pinturas de los alrededores de su casa, donde destacaban los postes de luz y de teléfono, o de algunos lugares industriales de Walonia. Muy rara vez ponía un diminuto personaje. “Hay que tomar lo feo para hacer algo bello” le repetía a mi papá, a quien le gustaba muchísimo lo que producía su hermano.


Su esposa, mi tía Yvonne, no soportaba a los niños. Como ella no los tenía, cuando íbamos de visita solamente nos permitía sentarnos en fila en unas sillas, sin movernos, y especialmente sin balancear los pies. Generalmente mi madre se compadecía de nosotros y nos mandaba rápidamente a jugar en la calle donde podíamos saltar, gritar y correr a gusto. Era una calle de pueblo muy tranquila y segura en estas épocas.


Mi padre no era artista, pero le encantaba el arte. Era más bien un hombre de negocios, oficio que había empezado a ejercer muy joven, pero le gustaba llevarnos, aún muy pequeños, a ver exposiciones y museos. Su pintor preferido era Rik Wouters, un fauvista flamenco que hizo muchísimos retratos y esculturas de su esposa, Nel. Todos admirábamos los rojos profundos, flameantes y magníficos de sus pinturas.

Papá nos comunicaba fácilmente su entusiasmo por Ensor, Magritte o los expresionistas flamencos y por la pintura en general, y vimos con él muchas exposiciones importantes en Amberes y Bruselas, con mi hermanita Marthe en su cochecito. 

Toda esa enseñanza me sirvió enormemente cuando empecé a tomar clases en la Escuela de Bellas Artes en La Paz, después de haberme jubilado de la universidad. 
 
Muchas obras, que mis profesores y compañeros veían reproducidas en los libros, a veces en pequeñas viñetas de diez centímetros cuadrados, las había visto en directo y en original.

El gusto por la pintura quedó en la familia, y todos mis hermanos empezaron a dedicarse al arte, una vez que tuvieron tiempo para hacerlo: algunos con acuarela, otros en escultura, con pintura al óleo o acrílica, o una mezcla de todo aquello.

La casa de mi tía Mimi

La tía Mimi, hermana de mi madre, era sin duda mi tía preferida. Además era mi madrina de bautizo (mi padrino era el tío Jacques). En la práctica, esto significaba que, según una antigua tradición, me regalaba en cada nuevo año una cuchara y un tenedor de plata hasta completar la docena, primero los cubiertos grandes y luego los de postre, que eran de otro modelo, sin duda se confundió con otro ahijado. Yo por supuesto hubiera preferido otra clase de regalo. Los cuchillos no los recibí, porque se dice que regalar cuchillos corta la amistad. Encontrar mucho después cuchillos que combinaban no fue nada fácil. De mi padrino recibí cucharillas de café, que tampoco combinan, de las cuales me quedan dos, y un juego de tacitas de porcelana de Baviera para jugar a tomar té con las muñecas. Prácticamente nunca las usé y el juego sigue intacto acumulando polvo en la vitrina de mi comedor.

Pero dejémonos de materialismos. Mi tía Mimi nos invitaba alguna vez a pasar unos días en su casa en Terneuzen, junto con mi hermano Tiennot. Yo tenía la misma edad que mi primo Marc, mi hermano tenía la misma edad que mi primo Luc, por lo que nos entendíamos muy bien, a pesar de las diferencias entre su holandés y nuestro flamenco.

La forma de vivir de mi familia holandesa me parecía de lo más exótica: las alfombras se ponían sobre las mesas y no en el piso, no había cortinas en las ventanas y todos los que pasaban por la calle veían lo que hacíamos adentro, para el almuerzo sólo había una sopa de arvejas con pequeñas salchichas dentro y en la cena recibíamos una tajada de pan blanco cubierto de azúcar anisado de colores, que debía comerse con tenedor y cuchillo.

Cada vez que la visitaba, la tía Mimi me repetía la historia de cuando yo era muy pequeña y que me había hecho tomar la rica leche de las vacas holandesas. Declaré con convicción “Es tan rica como el agua”. Para mí era el mayor halago posible, pero evidentemente ella no lo había tomado así. 
 


Con mis primos jugábamos principalmente a los cowboys y los indios. Yo tenía un lindo disfraz de cowboy que había recibido para la fiesta de San Nicolás y Marc estaba muy elegante de indio. También íbamos de excursión siguiendo los diques del río, tan ancho en Zelandia que parece el mar y no se puede ver la otra orilla.

Transición

Hasta el momento había sido una buena niña, que hacía lo que le decían su papá y su mamá. La única travesura un poco seria de la que me acuerdo fue debida a mi curiosidad. Había pedido una carpa de camping al gran San Nicolás, personaje que reemplaza al Papá Noël en Bélgica y Holanda. Estaba tan ansiosa por recibir mi regalo que no podía esperar para saber si realmente lo tendría ese seis de diciembre. 


Por supuesto que hacía años que ya no creía en la existencia del ilustre personaje. Como se lo podía encontrar en cada una de las tiendas de la ciudad, mis padres pretendían que el único real y verdadero era el que tenía su gran trono en la tienda por departamentos, el Bon Marché de Bruselas. Sabía por lo tanto que mis padres habían dispuesto durante la noche los regalos, los chocolates con la forma del mismo santo y de su ayudante Zwarte Piet, las tradicionales speculoos, el pan de miel con especias y las mandarinas en el salón. Pero la puerta estaba cerrada con llave y las cortinas tan bien ajustadas que no se podía ver absolutamente nada por las ventanas.

Entonces me acordé que había un vidrio faltante, roto unos días antes, en la puerta que separaba el salón del escritorio. Me las arreglé para no acompañar la familia a la misa, declarándome enferma, para quedarme sola en la casa. Pasé con algo de dificultad por el hueco para dar un rápido vistazo. Sí, la carpa estaba allí, pero una vez mi curiosidad satisfecha no tenía la consciencia muy tranquila, por lo que confesé inmediatamente el crimen cuando mis papás llegaron a casa. Por suerte no fui castigada y pronto podía instalar mi carpa en el jardín. Claro que no podía dormir en ella, estábamos en diciembre y hacía frío.

Uno o dos veranos después, la misma carpa nos iba a alojar, a mi prima Martine y a mí, para acampar en el jardín de mis tíos René y Crico. Era el inicio de las estaciones de rock inglesas y escuchábamos de ocultas, en una pequeña radio a pilas, las emisiones de Londres SW1. Así pudimos conocer a los Beatles. El mundo estaba por cambiar.
 



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