Casa y jardín
La casa y el jardín de mi infancia en San Nicolás eran un paraíso
terrenal. Allí vivía una gran familia, con ocho hijos y unos padres bastante
exigentes, como lo veremos más adelante. Había muchísimo espacio para jugar, en
el extenso jardín y desde el desván al sótano de la casa.
Además de los niños había también animales en cantidad: un pato, un
corderito negro, un conejo rosado, varias gallinas con sus pollitos, sucesivos
perros y gatos, dos periquitos – verde y celeste – que alborotaban su jaula en
la cocina, las palomas y los peces dorados de mi hermano Etienne (más conocido
como Tiennot), un conejillo de Indias y una tortuga. Cada uno tenía su nombre,
su dueño particular y su personalidad.
La historia del corderito negro que me habían regalado por mis siete
años era la más triste. Un día lo encontré, después de mucho buscar, colgado de
las patas traseras en el sótano, sin cabeza ni pellejo, y con la sangre
goteando en un bañador esmaltado. Me pareció que mis padres habían cometido un
horrible asesinato y nunca les he podido perdonar.
Tengo que confesar que me gusta mucho el guiso o el asado de cordero, no
me volví vegetariana, pero no creo ser capaz de comerme – hasta ahora – a mis
amigos o mis compañeros de juego.
Un accidente
El columpio del jardín estaba casi siempre ocupado por uno o dos de los
niños de la casa o del vecindario. Era el mejor lugar para descansar después de la escuela, para meditar en
paz o para rezongar cuando nos castigaban.
Por supuesto ocurrían peleas cuando se querían columpiar varios chicos al mismo tiempo, pero generalmente se podía solucionar este problema organizando competiciones para ver quién llegaba más alto y lograba tocar las ramas del castaño con los pies. Una vez alcanzada la meta, había que dejar el sitio al siguiente de la cola.
Todavía me siento un poco culpable cuando me acuerdo del accidente.
Estaba columpiando con todas mis fuerzas (como un elefante – que se balanceaba –
sobre la tela de una araña), cuando de repente mi hermanito Tiennot pasó veloz, cruzando delante del columpio, con tal mala suerte que el borde de
metal del asiento lo golpeó en la frente. Mi mamá llegó corriendo y gritando
para recoger el pobre niño desmayado y ensangrentado. Me asusté de veras,
creyendo que lo había matado – o por lo menos casi, como me lo estaban
reprochando a gritos.
Por suerte todo se arregló con un par de puntos y una compresa fría. Mi
madre me obligó a pedir perdón de rodillas y me castigó “porque yo era la
mayor”. Tal es la lógica de los adultos.
Mi amiga Brigitte me comentó, haciendo memoria, que un invierno mi padre
instaló el columpio colgado de una viga del desván de la casa. El juego fue
entonces tratar de sacar los pies por la ventana abierta de la mansarda. Por
suerte no nos hicimos pillar.
Colecciones
Mi hermano François tiene siete años más que yo. Como es natural, yo lo
admiraba mucho y lo imitaba en todo lo que podía. En su cuarto había un inmenso
escritorio, combinado con una altísima vitrina que servía de biblioteca y donde se podía guardar colecciones y curiosidades naturales. El había heredado este mueble
impresionante del papá de su madrina, la tía Minou, que en realidad no era una
tía, sino una amiga de juventud de mi mamá y sus hermanas.
Teníamos por lo tanto mucho lugar para guardar allí nuestras colecciones
de insectos, de fósiles, de piedras curiosas y de conchas marinas. Buena parte
de estos objetos naturales – y un magnífico microscopio de cobre – provenían de
nuestro abuelo paterno y demostraban el interés científico que se remontaba de
algunos generaciones en la familia.
François me enseñaba a cuidar y apreciar todas estas colecciones que manejábamos
con mucho cuidado y a las cuales juntábamos nuestros propios descubrimientos,
insectos de la huerta, piedritas de colores o conchas encontradas en la
playa.
¿De dónde provendrían estas colecciones de caracolas y porcelanas
exóticas y el microscopio? ¿Quizás de un tátara-tío abuelo, Antoine Belpaire,
hermano de Félix-Hippolyte, de quien encuentro la referencia de una publicación
titulada “La planicie marítima entre Boulogne y Dinamarca”? El
microscopio por cierto parecía datar de esta época, con su elegante estucho de
madera que olía a bálsamo de Canadá. Lo usábamos para observar alas de moscas,
antenas y patas de hormigas o para comparar el grosor y la estructura de los
cabellos de la familia.
También jugábamos a ser químicos. Teníamos botellitas vacías de los
medicamentos, un cuenta-gotas proveniente de algún remedio para destapar
narices y otros varios recipientes recuperados, en los que poníamos agua con
pintura, detergente, vinagre, lejía o lo que podíamos encontrar. Lo más
preciado era un verdadero mortero de porcelana blanca, como se ve todavía en
algunas farmacias antiguas.
El mortero era muy importante para moler pedazos de carbón, junto con un
poco de azufre y salitre, para fabricar la pólvora que nos permitía lanzar
cohetes desde el jardín: tubos de hierro o de aluminio, con la punta formada a
martillazos, o viejos infladores para bicicletas.
Más tarde François, ahora artista y escritor en Quebec, inmortalizaría
los lanzamientos de cohetes en un cuadro titulado “Recuerdos de la infancia”,
donde los relaciona con los amenazantes aviones bombarderos de su niñez.
Para mí, las colecciones de insectos iban a continuar en Bolivia y el
viejo microscopio de cobre se transformaría en un aparato moderno de inmersión,
con 1500 aumentos y luz ultravioleta, para estudiar la fosforescencia de las
bacterias del suelo. Este trabajo no era sin embargo nada bueno para mis ojos
miopes, sin duda ya debilitados por las lecturas clandestinas en la cama,
debajo de las frazadas y con una linterna de bolsillo.
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