Pequeñas guerras de religión
“Yo tampoco creo en la vida
eterna” me dijo un día mi papá “en el cielo y esas cosas. Creo que cuando
morimos, lo que sobrevive es la buena reputación de cada uno, y los recuerdos
para la gente que amamos”. “Y también las obras que se dejan”. Con esto se
refería a su fábrica, que por mala suerte no le iba a sobrevivir, más bien
cerró mucho antes de su muerte.
¿Mi padre, que iba a misa y
comulgaba cada domingo, que hacía novenas al Sagrado Corazón de Jesús y asistía
a misa temprano cada primer viernes de mes, por recomendación de la Beata María
Magdalena Alacoque?
¿Que nos hacía rezar en familia cada noche y nos llevaba
obligados en peregrinaje a diversas Vírgenes durante el mes de mayo, mes de
María? ¿Y resulta que no creía en la vida eterna? ¿Y me lo decía así, de
repente? Realmente no podía creer lo
que escuchaba.
¿Ese señor tan pio, el único hombre de la ciudad considerado lo bastante confiable para entrar en la clausura de las Clarisas Descalzas cuando hacía falta reparar su cocina a gas? ¿Y que participaba a todas las reuniones de la fábrica de iglesia, donde se trataban las actividades económicas de la parroquia? Ya no lograba entender nada de nada.
Si era así la cosa, ¿por
qué se mostraba tan religioso? ¿Sería por convencionalismo, por el “qué dirán”?
¿O porque estaba convencido que el catolicismo podía asegurar el orden
social? ¿O sería simplemente por costumbre,
porque siempre fue así, o por respeto a unas tradiciones inculcadas desde la
infancia por una madre severa y viuda?
Cuando mi padre me hizo esta
declaración tan inesperada, yo ya tenía desde algunos años mi reputación de “atea”.
Por supuesto hice mi primera
comunión con mucha inocencia – tenía seis añitos – y cuando me tocó la
confirmación a los once, recibí el sopapo del obispo con una cara de angelito, pero
a los trece años ya veía que estas cosas no iban a funcionar más.
Todavía era un poco joven
para tomar decisiones en contra de lo que decían mis papás, y por tanto seguía
yendo a misa los domingos con toda la familia, pero ya había dejado de creer.
En mi opinión de entonces,
si una persona realmente creía en Dios, debía dejarlo todo para ir a vivir en el
desierto y alimentarse de saltamontes, subida en un dromedario.
Así lo hacía el Padre Charles de Foucauld, personaje famoso, que trataba de convertir a los tuaregs del Sahara (la madre Teresa de Calcuta todavía no estaba de moda). O bien había que ser uno de los primeros cristianos y servir de almuerzo para los leones en un circo romano (leía “Quo vadis”). La tibieza de toda esta gente bien vestida que iba a misa y luego pasaba por la pastelería para comprar la tarta de frutas de los domingos me daba asco: para mí tenía que ser todo o nada.
Así lo hacía el Padre Charles de Foucauld, personaje famoso, que trataba de convertir a los tuaregs del Sahara (la madre Teresa de Calcuta todavía no estaba de moda). O bien había que ser uno de los primeros cristianos y servir de almuerzo para los leones en un circo romano (leía “Quo vadis”). La tibieza de toda esta gente bien vestida que iba a misa y luego pasaba por la pastelería para comprar la tarta de frutas de los domingos me daba asco: para mí tenía que ser todo o nada.
Al año siguiente logré
reunir el coraje para anunciar que ya no pensaba ir a misa. Por supuesto que
esto era totalmente inaceptable para mis progenitores y tuve que seguir yendo cada domingo, pero por lo menos
nadie me podía obligar a comulgar.
Poco después cambié de
escuela para estar pensionada en el Instituto San Andrés de Bruselas. Allí las
monjas nos hacían asistir a misa todas las mañanas a las seis y media, pero yo
aprovechaba el tiempo para revisar el vocabulario latín del día, oculto entre
las páginas del misal, y tampoco era la única. Otra ocupación interesante podía
ser revisar la lista de pecados que aparece para el examen de conciencias en
las últimas páginas del misal, con algunas perversiones extrañas y cómicas.
Pero mi rebeldía era más
profunda. En primer lugar me preguntaba, y en esto me doy cuenta que no soy
nada original, cómo se podía justificar el mal, si Dios es al mismo tiempo
bueno y todopoderoso. “Es el precio de la libertad humana”, dirían, “a menudo son los hombres los que causan su propia desgracia y la de
los otros”. Estoy de acuerdo, claro, cuando se trata de guerras o cuando los
desbosques en el Himalaya causan inundaciones catastróficas en India y Bangladesh.
Pero la gente que muere en un terremoto o un tsunami, me preguntaba, ¿quién los
mató?
¿Y cómo se puede explicar
que los bebés que mueren van al cielo si están bautizados, pero los que no,
quedan perdidos para siempre en un “limbo” lejano y nebuloso? ¿Acaso era culpa
de esos niños, no haber recibido el bautismo? Ya sé que actualmente la iglesia
católica ha abolido la creencia en este lúgubre lugar, pero en esa época
todavía estaba muy poblado. Por tanto, mi hermanita Pierrette era un angelito
en el cielo, pero los bebés chinos no ingresaban allí.
¿Qué cosa era el cielo, de
todos modos, donde uno pasa su tiempo sin hacer nada y mirando a Dios? Qué
aburrido. Según las leyendas flamencas, en el paraíso se come todos los días
arroz con leche con cucharillas de oro, y yo odiaba el arroz con leche. Pero
más que todo, ¿Cómo era posible que un Dios bueno pudiese condenar al infierno
y por toda la eternidad, a un ser humano, que él mismo había creado con todos
sus defectos y debilidades?
Un cura algo más
progresista me dijo alguna vez que el infierno era un dogma y por lo tanto
teníamos que creer en su existencia, pero que no estábamos obligados a pensar
que había gente encerrada allí. Me pareció un poco absurdo contar con semejante
infraestructura, sin siquiera tomar en cuenta los altos gastos de calefacción,
si el infierno no estaba habitado.
Por lo tanto, Dios no era
ni bueno ni justo y si así era, más le valía no existir. Repetía la frase de
Luis Buñuel “gracias a Dios soy atea”, y si para sorpresa mía me lo encontrase
en otra vida, le diría lo que pienso del asunto.
Usos y costumbres
Cuando era niña formaba
parte del coro infantil de la parroquia y me gustaba mucho ir a los ensayos,
especialmente para preparar los villancicos, muchos de los cuales todavía puedo
cantar de memoria. Mi hermano mayor, Jacquot, se ocupaba mucho de esta pequeña
iglesia del barrio, bastante nueva, él tocaba las campanas y ordenaba las
sillas antes de la misa. Había también un coro de hombres, a los cuales mi
hermano servía vasos de cerveza después de misa, en la sala parroquial frente a
la iglesia.
Mi educación, muy católica
tanto en casa como en el colegio, fue una mezcla de buenas intenciones, de
tradiciones que nadie cuestionaba, algunas muy lindas como el árbol de
Navidad o los huevos de Pascua, de
supersticiones y de prácticas algo extrañas.
Por ejemplo, durante las
semanas de Cuaresma mi mamá nos ofrecía un caramelo o un chocolate después del almuerzo,
pero éste debía depositarse inmediatamente en un bocal de vidrio, para “hacer
un sacrificio” y aprender a compartir con los negritos de las misiones
africanas. Ya se pueden imaginar en qué estado estos bombones guardados
llegarían al Congo, con el calor, si es que llegaban alguna vez.
Los niñitos africanos
también eran beneficiados con unas camisetas de franela rosada, hechas por mi
mamá y algunas de sus amigas durante sus tardes de café y pastelillos, donde
todas bordaban el cuello y las mangas de las dichosas camisetas – talla y
modelo únicos – que mi madre había ensambladas previamente en su máquina de
coser.
Cuando le pregunté por qué
regalaban estas camisetas en un país donde hacía tanto calor y los niños
andaban felices sin ropa, encontró la respuesta correcta. “Puede hacer frío de
noche y los niños pueden enfermarse fácilmente con neumonía”. Desde entonces me
imaginé a menudo a estos querubines durmiendo en sus chozas con sus potitos al
aire.
Durante un periodo también
juntábamos los papeles de estaño del embalaje de los chocolates Cote d’Or.
Había que separar la delgada lámina de estaño del papel donde estaba pegada y
hacer unas bolitas. Me pregunto cuántos centavos ganábamos para las misiones por
hacer este trabajo.
También los chinos tenían
su parte en mi educación. Siempre había que terminar toda la sopa “porque los chinitos se
mueren de hambre”. Nunca pude entender la lógica y con gusto hubiera regalado
mi plato de sopa o de verduras a un chinito, de haber tenido uno a disposición.
En ese tiempo los
misioneros belgas que trabajaban en China eran muy populares y organizaban
exposiciones de objetos artísticos para recaudar fondos. Recién ahora me doy
cuenta que muy probablemente habían obtenido estas maravillas, que pertenecieron
a familias tradicionales antes de la revolución maoista, contra un saquillo de arroz o unas patas de gallina.
Quedé muy impresionada por unas esculturas de marfil que tenían varias capas
talladas, una al interior de la otra. Fuimos a ver esta exposición con el
colegio y el padre escribía nuestros nombres en bellos caracteres chinos.
No era empero el mismo
misionero que, en una exposición similar, disfrazó de chinita a mi prima
Véronique, porque le encontraba algún parecido con su rebaño oriental. Más tarde me contó
que en consecuencia, ella se imaginó por un tiempo haber sido adoptada y que su verdadero padre
debía ser un sabio mandarín. Por supuesto que el cura no tenía la menor idea de los
efectos sicológicos que podía producir entre los niños.
Una buena educación
El colegio de monjas
“Nuestra Señora de la Presentación” era la escuela de niñas más cotizada de San
Nicolás. Situado en pleno centro de la ciudad, se entraba al colegio por un inmenso portón
verde oscuro. Detrás había un pequeño jardín alrededor de un estanque y donde
florecían en la primavera dos magníficos magnolias. Era lo único magnífico que
tenía la escuela por cierto. A la derecha se encontraba la “escuela pequeña”
con las clases de primaria y al fondo, detrás del convento, los cursos de la
secundaria, a lado de una pequeña loma con una gruta de Lourdes y otros santos
de yeso pintado.
En los dos primeros cursos
de primaria las clases eran mixtas, porque los niños entraban al colegio de los
curas, el “pequeño seminario” recién en tercero. Los chicos se sentaban a la
izquierda, cerca de las ventanas, y las niñas ocupaban el medio y el lado
derecho, el de la puerta. Aún así los niños, al menor descuido, lograban meter
el extremo de nuestras trenzas en los tinteros que se encontraban en el medio
de cada banco.
Por naturaleza, se suponía que todos los
chicos eran unos traviesos y las niñas unas santas. Por
supuesto nadie hablaba de género excepto en las clases de gramática. Me acuerdo
que en primer año un chiquillo que no podía estarse quieto se cayó de su banco
y que la maestra le obligó a permanecer en la misma posición hasta terminar la
clase. No se percató que el pobre niño tenía el dorso de la mano apoyado al
radiador de la calefacción. Al día siguiente lo vimos llegar con la mano
completamente vendada.
En segundo año teníamos una
maestra más sádica todavía. Distribuía sopapos y nos levantaba de las orejas.
De nuevo los varoncitos eran las principales víctimas, pero las niñas tampoco
estábamos a salvo. Después de muy numerosas quejas de los padres de familia por
fin la despidieron y juffrouw Carola, la señorita del primero, tuvo que
ocuparse de los dos cursos hasta terminar el año.
Los castigos normales
consistían en quedarnos de rodillas al borde de la tarima de madera donde
estaba el escritorio de la maestra. En secundaria había la variante de quedar
parada detrás de la pizarra, que tenía forma de tríptico. El resto del tiempo,
por lo menos en las clases pequeñas, nos quedábamos sentadas muy derechas con
los brazos cruzados detrás de la espalda, lo que debía evitar malformaciones de
la columna, excepto por supuesto cuando teníamos que escribir o coser.
Durante las clases de costura, la hermana Tarcisia nos
leía unas historias espeluznantes acerca de los niños mártires de Hungría o de
Alemania del Este, de China o de Corea, perseguidos por los malvados
comunistas. También nos amedrentaba con cuentos como el de un niño que se había
olvidado de rezar sus tres avemarías antes de dormir, por lo que el techo se
había desplomado sobre su cama.
Fuera de la costura y la
gimnasia tenía buenos resultados escolares y con Lili Vandewinkel hacíamos
turno para ser primera y segunda del curso. Para mi madre era preferible ser segunda
que primera, porque ser la mejor de la clase era carecer de humildad. No era muy fácil
satisfacerla.
Íbamos al colegio en
bicicleta, excepto cuando hacía demasiado frío o cuando nevaba, en esos casos tomábamos el bus. Era divertido
porque tenía tres vecinas que hacían el mismo recorrido, Martine Walkiers, y
las hermanas Annette y Brigitte Kort. Podíamos pedalear y charlar, y a veces
parábamos en una tienda cuando las Kort nos ofrecían compartir sus tabletas de chocolate, ellas por lo general recibían
más mesada que yo.
Pasábamos delante del cine
que había entonces en la calle del ancla (Ankerstraat), mirando los afiches de
las películas, pero ir al cine era algo muy excepcional. En esta misma calle
había generalmente una pequeña pandilla de chicos “vagos y malentretenidos” y
cuando no nos silbaban nos sentíamos defraudadas.
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