jueves, 30 de octubre de 2014

Rebeldía



Pequeñas guerras de religión


“Yo tampoco creo en la vida eterna” me dijo un día mi papá “en el cielo y esas cosas. Creo que cuando morimos, lo que sobrevive es la buena reputación de cada uno, y los recuerdos para la gente que amamos”. “Y también las obras que se dejan”. Con esto se refería a su fábrica, que por mala suerte no le iba a sobrevivir, más bien cerró mucho antes de su muerte. 

¿Mi padre, que iba a misa y comulgaba cada domingo, que hacía novenas al Sagrado Corazón de Jesús y asistía a misa temprano cada primer viernes de mes, por recomendación de la Beata María Magdalena Alacoque? 

¿Que nos hacía rezar en familia cada noche y nos llevaba obligados en peregrinaje a diversas Vírgenes durante el mes de mayo, mes de María? ¿Y resulta que no creía en la vida eterna? ¿Y me lo decía así, de repente? Realmente no podía creer lo que escuchaba.

¿Ese señor tan pio, el único hombre de la ciudad considerado lo bastante confiable para entrar en la clausura de las Clarisas Descalzas cuando hacía falta reparar su cocina a gas? ¿Y que participaba a todas las reuniones de la fábrica de iglesia, donde se trataban las actividades económicas de la parroquia? Ya no lograba entender nada de nada.



Si era así la cosa, ¿por qué se mostraba tan religioso? ¿Sería por convencionalismo, por el “qué dirán”? ¿O porque estaba convencido que el catolicismo podía asegurar el orden social?  ¿O sería simplemente por costumbre, porque siempre fue así, o por respeto a unas tradiciones inculcadas desde la infancia por una madre severa y viuda?



Cuando mi padre me hizo esta declaración tan inesperada, yo ya tenía desde algunos años mi reputación  de “atea”. 
 
Por supuesto hice mi primera comunión con mucha inocencia – tenía seis añitos – y cuando me tocó la confirmación a los once, recibí el sopapo del obispo con una cara de angelito, pero a los trece años ya veía que estas cosas no iban a funcionar más. 


Todavía era un poco joven para tomar decisiones en contra de lo que decían mis papás, y por tanto seguía yendo a misa los domingos con toda la familia, pero ya había dejado de creer.



En mi opinión de entonces, si una persona realmente creía en Dios, debía dejarlo todo para ir a vivir en el desierto y alimentarse de saltamontes, subida en un dromedario. 

Así lo hacía el Padre Charles de Foucauld, personaje famoso, que trataba de convertir a los tuaregs del Sahara (la madre Teresa de Calcuta todavía no estaba de moda). O bien había que ser uno de los primeros cristianos y servir de almuerzo para los leones en un circo romano (leía “Quo vadis”). La tibieza de toda esta gente bien vestida que iba a misa y luego pasaba por la pastelería para comprar la tarta de frutas de los domingos me daba asco: para mí tenía que ser todo o nada.   


Al año siguiente logré reunir el coraje para anunciar que ya no pensaba ir a misa. Por supuesto que esto era totalmente inaceptable para mis progenitores y tuve que seguir yendo cada domingo, pero por lo menos nadie me podía obligar a comulgar. 

Poco después cambié de escuela para estar pensionada en el Instituto San Andrés de Bruselas. Allí las monjas nos hacían asistir a misa todas las mañanas a las seis y media, pero yo aprovechaba el tiempo para revisar el vocabulario latín del día, oculto entre las páginas del misal, y tampoco era la única. Otra ocupación interesante podía ser revisar la lista de pecados que aparece para el examen de conciencias en las últimas páginas del misal, con algunas perversiones extrañas y cómicas.

Pero mi rebeldía era más profunda. En primer lugar me preguntaba, y en esto me doy cuenta que no soy nada original, cómo se podía justificar el mal, si Dios es al mismo tiempo bueno y todopoderoso. “Es el precio de la libertad humana”, dirían, “a menudo son los hombres los que causan su propia desgracia y la de los otros”. Estoy de acuerdo, claro, cuando se trata de guerras o cuando los desbosques en el Himalaya causan inundaciones catastróficas en India y Bangladesh. Pero la gente que muere en un terremoto o un tsunami, me preguntaba, ¿quién los mató? 

¿Y cómo se puede explicar que los bebés que mueren van al cielo si están bautizados, pero los que no, quedan perdidos para siempre en un “limbo” lejano y nebuloso? ¿Acaso era culpa de esos niños, no haber recibido el bautismo? Ya sé que actualmente la iglesia católica ha abolido la creencia en este lúgubre lugar, pero en esa época todavía estaba muy poblado. Por tanto, mi hermanita Pierrette era un angelito en el cielo, pero los bebés chinos no ingresaban allí.

¿Qué cosa era el cielo, de todos modos, donde uno pasa su tiempo sin hacer nada y mirando a Dios? Qué aburrido. Según las leyendas flamencas, en el paraíso se come todos los días arroz con leche con cucharillas de oro, y yo odiaba el arroz con leche. Pero más que todo, ¿Cómo era posible que un Dios bueno pudiese condenar al infierno y por toda la eternidad, a un ser humano, que él mismo había creado con todos sus defectos y debilidades?

Un cura algo más progresista me dijo alguna vez que el infierno era un dogma y por lo tanto teníamos que creer en su existencia, pero que no estábamos obligados a pensar que había gente encerrada allí. Me pareció un poco absurdo contar con semejante infraestructura, sin siquiera tomar en cuenta los altos gastos de calefacción, si el infierno no estaba habitado.


Por lo tanto, Dios no era ni bueno ni justo y si así era, más le valía no existir. Repetía la frase de Luis Buñuel “gracias a Dios soy atea”, y si para sorpresa mía me lo encontrase en otra vida, le diría lo que pienso del asunto.


Usos y costumbres

Cuando era niña formaba parte del coro infantil de la parroquia y me gustaba mucho ir a los ensayos, especialmente para preparar los villancicos, muchos de los cuales todavía puedo cantar de memoria. Mi hermano mayor, Jacquot, se ocupaba mucho de esta pequeña iglesia del barrio, bastante nueva, él tocaba las campanas y ordenaba las sillas antes de la misa. Había también un coro de hombres, a los cuales mi hermano servía vasos de cerveza después de misa, en la sala parroquial frente a la iglesia.
  
Mi educación, muy católica tanto en casa como en el colegio, fue una mezcla de buenas intenciones, de tradiciones que nadie cuestionaba, algunas muy lindas como el árbol de Navidad  o los huevos de Pascua, de supersticiones y de prácticas algo extrañas.

Por ejemplo, durante las semanas de Cuaresma mi mamá nos ofrecía un caramelo o un chocolate después del almuerzo, pero éste debía depositarse inmediatamente en un bocal de vidrio, para “hacer un sacrificio” y aprender a compartir con los negritos de las misiones africanas. Ya se pueden imaginar en qué estado estos bombones guardados llegarían al Congo, con el calor, si es que llegaban alguna vez. 

Los niñitos africanos también eran beneficiados con unas camisetas de franela rosada, hechas por mi mamá y algunas de sus amigas durante sus tardes de café y pastelillos, donde todas bordaban el cuello y las mangas de las dichosas camisetas – talla y modelo únicos – que mi madre había ensambladas previamente en su máquina de coser.


Cuando le pregunté por qué regalaban estas camisetas en un país donde hacía tanto calor y los niños andaban felices sin ropa, encontró la respuesta correcta. “Puede hacer frío de noche y los niños pueden enfermarse fácilmente con neumonía”. Desde entonces me imaginé a menudo a estos querubines durmiendo en sus chozas con sus potitos al aire.

Durante un periodo también juntábamos los papeles de estaño del embalaje de los chocolates Cote d’Or. Había que separar la delgada lámina de estaño del papel donde estaba pegada y hacer unas bolitas. Me pregunto cuántos centavos ganábamos para las misiones por hacer este trabajo.

También los chinos tenían su parte en mi educación. Siempre había que terminar toda la sopa “porque los chinitos se mueren de hambre”. Nunca pude entender la lógica y con gusto hubiera regalado mi plato de sopa o de verduras a un chinito, de haber tenido uno a disposición.
 
En ese tiempo los misioneros belgas que trabajaban en China eran muy populares y organizaban exposiciones de objetos artísticos para recaudar fondos. Recién ahora me doy cuenta que muy probablemente habían obtenido estas maravillas, que pertenecieron a familias tradicionales antes de la revolución maoista, contra un saquillo de arroz o unas patas de gallina. 



Quedé muy impresionada por unas esculturas de marfil que tenían varias capas talladas, una al interior de la otra. Fuimos a ver esta exposición con el colegio y el padre escribía nuestros nombres en bellos caracteres chinos.

No era empero el mismo misionero que, en una exposición similar, disfrazó de chinita a mi prima Véronique, porque le encontraba algún parecido con su rebaño oriental. Más tarde me contó que en consecuencia, ella se imaginó por un tiempo haber sido adoptada y que su verdadero padre debía ser un sabio mandarín. Por supuesto que el cura no tenía la menor idea de los efectos sicológicos que podía producir entre los niños.



Una buena educación

El colegio de monjas “Nuestra Señora de la Presentación” era la escuela de niñas más cotizada de San Nicolás. Situado en pleno centro de la ciudad, se entraba al colegio por un inmenso portón verde oscuro. Detrás había un pequeño jardín alrededor de un estanque y donde florecían en la primavera dos magníficos magnolias. Era lo único magnífico que tenía la escuela por cierto. A la derecha se encontraba la “escuela pequeña” con las clases de primaria y al fondo, detrás del convento, los cursos de la secundaria, a lado de una pequeña loma con una gruta de Lourdes y otros santos de yeso pintado.


En los dos primeros cursos de primaria las clases eran mixtas, porque los niños entraban al colegio de los curas, el “pequeño seminario” recién en tercero. Los chicos se sentaban a la izquierda, cerca de las ventanas, y las niñas ocupaban el medio y el lado derecho, el de la puerta. Aún así los niños, al menor descuido, lograban meter el extremo de nuestras trenzas en los tinteros que se encontraban en el medio de cada banco.

Por naturaleza, se suponía que todos los chicos eran unos traviesos y las niñas unas santas. Por supuesto nadie hablaba de género excepto en las clases de gramática. Me acuerdo que en primer año un chiquillo que no podía estarse quieto se cayó de su banco y que la maestra le obligó a permanecer en la misma posición hasta terminar la clase. No se percató que el pobre niño tenía el dorso de la mano apoyado al radiador de la calefacción. Al día siguiente lo vimos llegar con la mano completamente vendada.


En segundo año teníamos una maestra más sádica todavía. Distribuía sopapos y nos levantaba de las orejas. De nuevo los varoncitos eran las principales víctimas, pero las niñas tampoco estábamos a salvo. Después de muy numerosas quejas de los padres de familia por fin la despidieron y juffrouw Carola, la señorita del primero, tuvo que ocuparse de los dos cursos hasta terminar el año.

Los castigos normales consistían en quedarnos de rodillas al borde de la tarima de madera donde estaba el escritorio de la maestra. En secundaria había la variante de quedar parada detrás de la pizarra, que tenía forma de tríptico. El resto del tiempo, por lo menos en las clases pequeñas, nos quedábamos sentadas muy derechas con los brazos cruzados detrás de la espalda, lo que debía evitar malformaciones de la columna, excepto por supuesto cuando teníamos que escribir o coser.


Durante las clases de costura, la hermana Tarcisia nos leía unas historias espeluznantes acerca de los niños mártires de Hungría o de Alemania del Este, de China o de Corea, perseguidos por los malvados comunistas. También nos amedrentaba con cuentos como el de un niño que se había olvidado de rezar sus tres avemarías antes de dormir, por lo que el techo se había desplomado sobre su cama. 

Fuera de la costura y la gimnasia tenía buenos resultados escolares y con Lili Vandewinkel hacíamos turno para ser primera y segunda del curso. Para mi madre era preferible ser segunda que primera, porque ser la mejor de la clase era carecer de humildad. No era muy fácil satisfacerla.

Íbamos al colegio en bicicleta, excepto cuando hacía demasiado frío o cuando nevaba,  en esos casos tomábamos el bus. Era divertido porque tenía tres vecinas que hacían el mismo recorrido, Martine Walkiers, y las hermanas Annette y Brigitte Kort. Podíamos pedalear y charlar, y a veces parábamos en una tienda cuando las Kort nos ofrecían compartir sus tabletas de chocolate, ellas por lo general recibían más mesada que yo.


Pasábamos delante del cine que había entonces en la calle del ancla (Ankerstraat), mirando los afiches de las películas, pero ir al cine era algo muy excepcional. En esta misma calle había generalmente una pequeña pandilla de chicos “vagos y malentretenidos” y cuando no nos silbaban nos sentíamos defraudadas.

Cumplí así seis años de primaria y cuatro de secundaria. Comenzaba a portarme mal, como suele ocurrir a esta edad, a molestar demasiado a las profesoras y a necesitar lentes para poder leer la pizarra. Era tiempo para cambiar de colegio.




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