Una cortina de hierro
Para darle algo de contexto a mis recuerdos,
tendría que escribir algo acerca de la historia que vivimos entonces. Espero
que mis lectores me tendrán un poco de paciencia.
Las bombas atómicas que cayeron sobre Hiroshima
y Nagasaki en agosto 1945, cinco meses antes de mi nacimiento, era mil veces
más potentes que todas las armas de guerra que se habían inventado hasta
entonces. Pero lo que no sabíamos todavía, es que sus radiaciones seguirían
matando durante meses, años, décadas. El hombre había adquirido, desde esa
fecha, la capacidad de destruir el planeta y todos los seres vivos que en él
habitan. El periodo marcó también el inicio de la guerra fría entre la Unión
Soviética y los Estados Unidos, dos países que fueron aliados durante la
Segunda Guerra Mundial. La Unión Soviética llegaría a construir sus propias
bombas atómicas al final de los años cuarenta.
Progresivamente se levantaba una barrera infranqueable que iba a
dividir Europa entre el Este y el Oeste. Los países ocupados por Moscú durante
el avance de su ejército hacia Berlín irían a formar el Pacto de Varsovia, en
respuesta a la OTAN, organización militar formada por los países de Europa
Occidental, Estados Unidos y Canadá. Las fronteras entre el Este y el Oeste se
cerraban y se cubrían de alambres de púa, de fortificaciones y de torres de
control. Las dos alianzas militares se amenazaban mutuamente, en un equilibrio
demente que demandaba cada vez más armas, más tropas, más tanques, más aviones,
más submarinos, más cohetes, más bombas. Y cuando la bomba atómica ya no era lo
suficientemente atemorizante, se inventó la bomba de hidrógeno.
La ciudad de Berlín había quedado como un
enclave internacional en territorio comunista, después de haber sido dividida
en cuatro sectores, controlados respectivamente por los americanos, los rusos,
los ingleses y los franceses. Los rusos ocupaban Berlín Este hasta la puerta de
Brandenburgo, el resto se consideraba parte de Alemania Federal. En junio 1948
José Stalin cortó todos los accesos a la ciudad, tanto por tren como por ruta.
De golpe, todos los habitantes de las zonas aliadas occidentales se encontraban
totalmente aisladas, y se quedaron sin los aportes cotidianos de víveres y
energía que requerían.
Entre 1948 y 1949, los americanos volaban hasta
veinte aviones cargueros por hora, formando un puente aéreo que transportaba
carbón, víveres y otros materiales hacia Berlín Occidental. Se estima que la
cantidad de suministros trasportados llegó a cerca de dos millones de toneladas
en estos dos años.
Visitantes
Para volver a la historia familiar, tengo que
contarles acerca de Micha. Micha era un joven refugiado polaco, que tendría
unos ocho años, igual que yo, cuando vino a vivir a mi casa por seis meses. Por
lo tanto debió ser en 1953 o 1954. Micha era grande para su edad pero muy
flaco. Muchas personas habían sido desplazadas como consecuencia de la guerra
de 40-45 y de la invasión soviética a los países del Este, y supongo que la
familia de Micha era parte de éstas.
Bélgica organizaba entonces estadías para los hijos de los refugiados, de manera que pudiesen vivir una temporada en una familia belga, donde serían bien alimentados y cuidados, para luego volver con su familia de origen. Yo no sabía prácticamente nada de mi nuevo “hermanito” y era algo difícil comunicarse con él, con las muy pocas palabras de alemán que ambos sabíamos. A pesar de todo, podíamos jugar juntos sin mucha dificultad.
Bélgica organizaba entonces estadías para los hijos de los refugiados, de manera que pudiesen vivir una temporada en una familia belga, donde serían bien alimentados y cuidados, para luego volver con su familia de origen. Yo no sabía prácticamente nada de mi nuevo “hermanito” y era algo difícil comunicarse con él, con las muy pocas palabras de alemán que ambos sabíamos. A pesar de todo, podíamos jugar juntos sin mucha dificultad.
Sólo me recuerdo que odiaba el queso (Ach, Stinkkäse,
se quejaba), posiblemente porque ya había comido mucho en su campo de
refugiados, donación de los holandeses. También me acuerdo que Micha era
daltónico y cuando coloreábamos, cosa que le gustaba mucho hacer, hacía árboles
rojos y techos verdes. Yo protestaba y él, pobrecito, me pedía humildemente qué
lápiz debía usar. Debería haber sido un poco más tolerante.
Algunos años después, mi hermano François había
participado en un programa de intercambio con un joven alemán, Karl Heinz.
Debían estar en último año de secundario, creo yo. Lo extraño es que Karl Heinz
vino a aprender el francés en Flandes. Supongo que vino durante las vacaciones
y que no iban al colegio, donde sólo se hablaba neerlandés. En todo caso, a
todo lo que decíamos o hacíamos opinaba que era muy “entresante”. Al año
siguiente François pasó un mes con su familia en Paddenborn, un pueblito muy
lindo según las fotos que nos mostró después, y que no había sido demasiado
destruido por los bombardeos de los aliados.
Izquierda a derecha: Karl Heinz, Tiennot, Anne, Nénette, Christine, Marthe (casi invisible), Cécile, François |
Un mundo inquieto
Los países del Este ocupados por los rusos pasaron
por varios conflictos y revueltas. Una de las más sangrientas, de la que nos
enteramos a través de un libro impresionante, pero no me acuerdo el autor, era
la sublevación húngara. La revolución de Budapest empezó el 23 de octubre de
1956, cuando las Fuerzas de Seguridad Interna dispararon hacia un grupo de
estudiantes, que pedían más libertad y el regreso de Imre Nagy, anterior
dirigente del partido comunista, el cual había sido dimitido por los rusos que
le reprochaban sus ideas demasiado demócratas. En respuesta a esta represión,
los obreros entregaron armas al pueblo y en pocos días, la revuelta que había
empezado en Budapest se regó por toda Hungría. Llegó al punto que el Ejército
Rojo tuvo que abandonar momentáneamente el país pero muy pronto volvió,
reforzado con otras tropas del Pacto de Varsovia, para aplastar la revolución.
Hubo una enorme cantidad de muertos y heridos.
En general, éramos bastante ignorantes de todos
estos eventos políticos mundiales cuando éramos niños. La independencia de la
India en 1947 y el asesinato de Mahatma Gandhi el 30 de enero de 1948 se dieron
mientras yo era bebé, lo mismo que la toma del poder por Mao en China, o el
reconocimiento oficial del Estado de Israel, y por supuesto que no lo viví.
Además todos estos eventos ocurrían en países lejanos de los cuales sabíamos
poco.
Los adultos hablaban por supuesto a veces de la
guerra fría, de la cortina de hierro, de la revolución de Budapest o del puente
aéreo de Berlín. Pero todo esto pasaba en algún lugar lejano y no nos afectaba
mucho. Además mis padres consideraban que no eran temas aptos para niños y no
dejaban entrar juguetes bélicos en la casa. Bien por ellos.
Tampoco veíamos estas noticias en la tele.
Recién tuvimos televisión en 1957, con dos canales en blanco y negro: la BRT
flamenca y la RTB valona. Podíamos mirar la tele solamente durante los
programas para niños, que duraban media hora, y si habíamos terminado antes
todas las tareas del colegio. Mi padre leía todos los días el periódico “La Libre
Belgique” que el cartero metía todos los días en el buzón, y escuchaba un rato
la radio después del almuerzo, pero había muy pocas noticias internacionales en
los medios.
Las amenazas de guerra nuclear no nos parecían muy reales, aún si cerca de las escuelas se había adecuado algunos viejos refugios contra los bombardeos, señalándolos ahora con la famosa figura de tres triángulos amarillos unidos por su punta. Por lo menos, no nos entrenaban, como en las escuelas americanas, a escondernos debajo de los bancos al silbato de la maestra en caso de amenaza nuclear. Oíamos hablar muy poco de la guerra de Corea (1950-1953), a pesar de que me he enterado recién que había tropas belgas que participaban en esta guerra.
Las amenazas de guerra nuclear no nos parecían muy reales, aún si cerca de las escuelas se había adecuado algunos viejos refugios contra los bombardeos, señalándolos ahora con la famosa figura de tres triángulos amarillos unidos por su punta. Por lo menos, no nos entrenaban, como en las escuelas americanas, a escondernos debajo de los bancos al silbato de la maestra en caso de amenaza nuclear. Oíamos hablar muy poco de la guerra de Corea (1950-1953), a pesar de que me he enterado recién que había tropas belgas que participaban en esta guerra.
La radio daba mucha mayor importancia al matrimonio
del Shah de Irán con la bella Soraya en 1951, especialmente al diadema y al
vestido que ella llevaba durante la ceremonia. El golpe de estado contra el rey
Farouk en Egipto y la toma de poder de Nasser en noviembre 1954 tampoco
levantaron mucho interés entre los belgas, excepto cuando se habló de
nacionalizar el canal de Suez en el cual tenían acciones. El escándalo de
espionaje de Kim Philby, agente doble en Inglaterra, tuvo más éxito (en 1955).
El fin de las colonias
Las cosas iban a cambiar rápidamente en África
y Asia. Las revueltas de las tribus Mau-mau en Kenia en 1954 fueron aplastadas
por los ingleses dos años después, pero habían sembrado el pánico entre los
colonos de todo el continente africano. Alrededor de 100 europeos habían sido
víctimas de esta revuelta, pero en la represión murieron más de 10.000 indígenas
africanos. Varios años antes, en 1949, Indonesia ya había logrado su
independencia con Sukarno, dando un ejemplo que iba a cundir en Asia y África.
El sitio de Dien Bien Phu en Vietnam había
durado 57 días cuando los franceses tuvieron que abandonar el valle el 7 de
mayo de 1957, bajo la presión de los Vientminh. De los 16.500 hombres sitiados,
solo 3000 sobrevivían. Las negociaciones en Viena cortaron el Vietnam por la
mitad.
La guerra de Algeria, que había comenzado en
1954, continuaba sin piedad, con todas las atrocidades que ocurrían entre las
poblaciones árabes, los “Pieds-Noirs”, franceses que siempre habían vivido en
Algeria y no conocían otro país, y el ejército francés. La visita del
presidente de Gaulle a Algers el 9 de diciembre de 1960 y su discurso famoso
“Je vous ai compris” iba a señalar el inicio de las negociaciones, pero no el
fin de los problemas.
Bélgica hubiese querido otorgar gradualmente
mayor independencia al Congo, y educaba en forma acelerada a sus futuros
ministros en las universidades de Lovaina y Bruselas, pero los congoleses ya no
querían esperar. El 30 de junio de 1960 el rey Balduino visitó Kinshasa (que todavía
se llamaba Leopoldville) para declarar oficialmente la independencia de la
antigua colonia belga, en presencia del presidente recién elegido Joseph
Kasavubu.
Rápidamente las peleas tribales iban a
degenerar. Al mismo tiempo, los colonos europeos eran blanco de ataques y sus
casas fueron vaciadas por la población, a la cual los políticos habían
prometido que con la independencia “podrían vivir como los belgas”. El primer
ministro, Patrice Lumumba, tuvo que pedir a las Naciones Unidas mandar una
fuerza de pacificación: en 1963 había 20.000 cascos azules en el Congo.
Mientras tanto, Lumumba había sido derrocado por el golpe de estado del jefe
del ejército, Mobutu, y fue asesinado en 1961, y Moisés Tschombé había decretado
la secesión y la independencia de la provincia Katanga, la provincia más rica
en cobre.
Miles de belgas que vivían en el Congo fueron
obligados a huir con sólo la ropa puesta. Mi hermana Anne y su hijita Claire
fueron recogidas en un centro de refugiados en Elisabethville y repatriadas a
Bélgica después de varios días de angustia. Puedo calcular que Anne estaba
embarazada. Nénette y François hacían turnos en el aeropuerto de Zaventem para
esperarlas, ya que no sabíamos cuándo llegarían, desprovistas de todo. Su
esposo, Charly, se vio obligado a cruzar la frontera con Rodesia (ahora
Zimbabwe) y no teníamos noticias de su suerte. Recién unas semanas después pudo
llegar a Bélgica.
Mis tíos Antoine y Liva habían elegido quedarse
como sea pero tuvieron que dejar el Katanga para ir a la capital Kinshasa,
donde mi tío iba a enseñar derecho en la nueva universidad, Lovanium, que había
ayudado a fundar. Poco a poco África se convertía en el campo de batalla de la
guerra fría, cuando la Unión Soviética y los Estados Unidos competían para
establecer su influencia a través de programas de desarrollo, a menudo mal
concebidos, para asegurar su acceso a los recursos naturales del continente y
poder vender sus armas y otros implementos superfluos.
El muro
La guerra fría por supuesto también se sentía
en Europa. La huida de muchos alemanes que vivían en la parte Este de Berlín,
insatisfechos con sus condiciones de vida, a menudo perseguidos o por lo menos espiados
por la STASI, y tan cerca de la sociedad de consumo al otro lado de la
frontera, llevó a la construcción de un muro de 45 km, que cortaba la ciudad en
dos. Durante la noche del 12 de agosto de 1961, se elevó este muro a una
velocidad increíble y se tapiaron hasta las ventanas de los edificios que
miraban hacia el oeste.
Al principio la construcción fue algo precaria,
hecha de bloques de cemento y alambre de púas, pero luego fue reemplazada por
un muro de hormigón de cuatro metros y medio de alto, cercas eléctricas y
torres de observación, desde las cuales se disparaba contra cualquiera que
intentara pasar.
La crisis de los
misiles
Todos los conflictos que se daban
constantemente, sea en Berlín o en otras partes, no confrontaba únicamente diferentes
naciones, sino sistemas ideológicos radicalmente opuestos. Incluso si después
de la muerte de Stalin en 1953, los rusos habían mitigado en algo sus posiciones
de colectivismo extremo, y las purgas políticas y deportaciones a Siberia
habían disminuido, las luchas por el poder en el Kremlin, ganadas por el
momento por Nikita Khrushchev, no habían terminado. Pero sobre todo, la pelea
entre las dos superpotencias continuaba, más fuerte que nunca.
Rusos y Americanos luchaban para ver quien
tenía mayor poderío en los países recién descolonizados y acumulaban las bombas
nucleares para amenazar a su enemigo en un equilibrio de terror recíproco. Los
Estados Unidos habían instalado sus bases de misiles en Europa, especialmente
Alemania Federal y Turquía, como parte de la OTAN, y los Soviéticos tenían las
suyas en todos los países de Europa del Este y querían otras en Cuba, desde que
Fidel Castro había tomado el poder allí en 1959. Desde la isla podrían amenazar
plausiblemente con la destrucción de la mayoría de las grandes ciudades
americanas.
En octubre 1962, una noche que estábamos como
todos los días en la sala de estudios del Instituto Saint André en Bruselas, la
Madre Superior entró en vendaval, toda agitada, para anunciarnos que la guerra
nuclear estaba a punto de empezar y que debíamos inmediatamente empezar a orar
a Dios y a la Virgen Santa para tratar de evitarla. Las monjas nos llevaron
directamente a la capilla del pensionado. Todas las alumnas estaban en pánico.
De hecho, el mundo entero entró en pánico,
mientras que Khrushchev y Kennedy se enfrentaban a propósito de los misiles
cubanos. Los americanos disponían de fotos aéreas en las cuales se veían los
emplazamientos de los cohetes en la isla y navíos rusos en camino hacia Cuba,
llevando ojivos nucleares y otros materiales bélicos.
Inmediatamente, Kennedy había dado órdenes a la
marina americana para impedir el paso de cualquier barco o submarino ruso y
exigió a los Soviets que retiren todos sus misiles de Cuba. Nikita le contestó
que lo haría a condición que Estados Unidos desmantele los de la OTAN en Italia
y Turquía. Kennedy se negó absolutamente a negociar en estos términos.
Las dos superpotencias amenazaban con
enfrentarse. La tercera guerra mundial, nuclear esta vez, podía empezar en
cualquier momento. Finalmente, el 28 de octubre Khrushchev aceptó retirar los
misiles de Cuba, con la condición que los americanos levanten el bloqueo de la
flota rusa en Cuba y prometan nunca invadir la isla. Al cabo de una semana, las
instalaciones nucleares fueron desmontadas y los barcos cargados de misiles
volvían a Rusia. La calma volvió.
Unos meses después Kennedy desmanteló algunos
modelos viejos en Turquía e Italia, ya que había podido colocar modelos más
potentes mientras tanto. Fue en el momento de esta crisis que se instalaron los
famosos teléfonos rojos que conectaban directamente la Casa Blanca y el
Kremlin, para el uso exclusivo de los jefes de estado, a fin de evitar
accidentes o malentendidos. Para referencia, vean la película “Dr. Strangelove
o cómo aprendí a amar la bomba”.
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