Un permiso judicial
Agosto 27, 2012
Como siempre, todo se decidió a último momento. Desde hace meses
solicitábamos a la justicia el levantamiento del arraigo de Juan Antonio para
que pueda asistir como profesor invitado a la Universidad de Columbia en Nueva
York. Después de aplazar la audiencia innumerables veces, el juez finalmente
logró encontrar algo de tiempo y pudo reunir a todos los interesados.
El fiscal y los delegados de los ministerios de gobierno y de
transparencia aceptaron sin mucha objeción el alegato del abogado invocando el
derecho constitucional al trabajo, pero como tenían que poner alguna traba,
condicionaron el permiso a la obtención de una visa americana de duración determinada
para asegurar el regreso de mi esposo. El fiscal incluso llegó a proponer que
yo me quede de rehén en La Paz, pero se dio cuenta rápidamente de la ilegalidad
de este pedido y dio marcha atrás. Era bastante irónico que los
antiimperialistas del gobierno busquen sus garantías en la embajada gringa.
Hace casi un año que el muy distinguido Doctor Juan Antonio Morales se
encuentra con arresto domiciliario, bajo un pretexto encontrado por el gobierno
para perseguir judicialmente a casi todas aquellas personas que habían
desempeñado un rol en el régimen democrático y “neoliberal” anterior.
Por suerte en enero de 2012, después de estar cuatro meses encerrado en
la casa, obtuvo un permiso para ir a trabajar a la Universidad Católica, aquí
en La Paz, lo que le da cierta libertad de movimiento e incluso la opción de
pasear a nuestro perro, visitar un médico o ir al banco, todo “en camino hacia
la universidad”.
En cuanto al proceso, ni siquiera ha comenzado y lo más probable es que
nunca lo hará. El fiscal acusó a Juan Antonio de haber recibido un modesto
suplemento a su salario en 1997, es decir 17 años antes de la imputación, y
cuando ese desembolso estaba previsto en el presupuesto nacional, muy común y
totalmente legal. El decreto de Carlos Mesa que prohíbe estos pagos data de 2004, pero
lo quieren aplicar retroactivamente. Lamentablemente, la justicia en Bolivia
perdió el rumbo y sigue las órdenes del ministerio de gobierno, convirtiéndose
en un sistema de amedrentamiento para los opositores políticos y los que no
piensan igual que los gobernantes.
Detención
Febrero 2012
El 7 de septiembre de 2011, mi esposo Juan Antonio Morales fue citado
por el fiscal Harry Suaznábar a las tres de la tarde para hacer una
declaración. El motivo de la citación fue el de interrogarlo acerca de dos recibos
que había firmado como presidente del Banco Central en 1997, y que fueron presentados
por el ex ministro Víctor Hugo Canelas, denunciando una supuesta corrupción en
el uso de gastos reservados.
Una de las ironías del caso es que este mismo señor Canelas tenía la función de administrar los “gastos
específicos de la administración central” para complementar los salarios del
personal jerárquico y técnico del Estado, de acuerdo a las recomendaciones de
los organismos internacionales. La suma en juego era pequeña y debía ser
distribuida entre varios gerentes y técnicos del BCB. La idea de estos
suplementos era impedir que muchos empleados públicos abandonen sus puestos
debido a las remuneraciones demasiado bajas, y más de 800 personas los recibían
cada mes.
El procedimiento era completamente legal, aprobado dentro del
presupuesto anual y sujeto a control directo de la Contraloría General del
Estado. En el Banco Central los plus
(una decena) fueron abolidos ya en julio 1997, una vez que se pudo ajustar las
planillas y aumentar los sueldos de todos los empleados, hasta los
ascensoristas. Por algún motivo Canelas había conservado copia de estos dos
recibos, en vez de remitirlos a la Contraloría como estaba previsto por ley, no
se sabe con qué oscuro fin.
El fiscal, después de hacer esperar a mi marido hasta las cinco y medio,
lo recibió finalmente, junto con sus abogados. A las nueve de la noche, recibí
una llamada de Juan Antonio que me dejó completamente perpleja: Suaznábar había
decidido arrestarlo en forma preventiva y lo hizo llevar con un policía a
la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen (FELCC). Me pedía avisar a todo el
mundo y llevarle urgente un poncho, una bolsa de dormir, un termo de café
caliente y unos sandwiches.
Después de haber llamado a mi cuñado Rolando, a mis hijos y a una lista
de amigos cercanos, junté todo lo que podría servir en estas extrañas
circunstancias y mi yerno Manuel me llevó en su auto. No hubiera podido
manejar, estaba en estado de shock. Cuando llegué, los abogados estaban en el
patio donde hacían declaraciones a la prensa que habían convocado para
denunciar el arresto. Mi hijo Esteban hacía lo mismo. Rolando y mis otros hijos
llegaron poco después.
Solamente a mí me dejaron pasar los policías y después de examinar las
cosas que llevaba, pudo reunirme con Juan Antonio, que se encontraba sentado en
una silla de plástico en el ventoso corredor. Tenía sobre los hombros una
delgada mantita azul prestada por un compañero de celda – un buen samaritano
acusado de robar carteras – porque mi pobre marido se moría de frío.
La FELCC es una tétrica construcción de cemento, con una única ventana sin
vidrio pero cubierta de malla de gallinero, frente al escritorio donde están
los policías. Tiene una sola celda, muy grande y oscura, separada del pasillo
por una reja de metal. Al fondo de la celda hay unos nichos del tamaño de una
persona echada, en dos o tres filas una encima de la otra, y donde
supuestamente uno se puede acostar. Son de cemento y no hay ni colchones ni
frazadas. Parece una catacumba, pero sin cráneos, por suerte. Cuando llegué
estaba por cierto vacía, con excepción de aquel detenido que había “encontrado”
una cartera y que prometía proteger a Juan Antonio en caso de que lo manden a
la cárcel de San Pedro. Él ya tenía allí sus contactos.
Los abogados trataban de convencer a los policías para poder llevar a mi
marido a la clínica policial, donde por lo menos tendría una cama para pasar la
noche en condiciones un poco mejores. Finalmente, con el acuerdo del médico
forense, la ambulancia de los bomberos lo llevó a la clínica poco después de
medianoche. La doctora de turno sin embargo le hizo respirar unas bocanadas de
oxígeno y lo mandó de vuelta a la FELCC.
Creyendo que Juan Antonio pasaría la noche en la clínica, yo había
vuelto a mi casa.
En la mañana muy temprano habían llevado a Juan
Antonio a las celdas judiciales, que se encuentran al lado del antiguo Palacio
de Justicia. Allí hay dos celdas separadas, para varones y mujeres, llenas de
gente y con un olor espantoso a letrina, pero los presos “de categoría” tenían el privilegio de permanecer en la
entrada, cerca de la puerta, o de sentarse en una fila de sillas colocada en la
oficina del comandante, entre las dos células.
Las familias entraban a toda hora con café del
Alexander, prendas de vestir y provisiones. Durante todo el día desfilaron los
amigos que venían a acompañar y animar a Juan Antonio. Los policías no se
oponían, sólo refunfuñaban por tener que abrir y cerrar la puerta en cada
momento. Varios de ellos conocían a mi marido porque habían trabajado de
custodios en el Banco Central o incluso en la casa, mientras era presidente del
BCB.
Mientras tanto mi hijo Esteban alarmaba a la
prensa, movilizaba las redes sociales, y creaba una cadena de solidaridad por
internet que recibió más de 1300 firmas. En la noche Esteban y mi cuñado
Rolando se presentaron en todos los canales de televisión. Los periodistas
hacían entrevistas a los amigos y a la familia. Mi otro hijo Joaquín ponía en
movimiento los medios universitarios en Bélgica y otros países y redactó una
ayuda memoria en inglés y francés que explicaba la situación y circulaba por el
mundo a través del internet.
Yo tenía la tarea de visitar a todos los
médicos que habían tratado a Juan Antonio por diferentes problemas de salud para
recabar certificados médicos, correr a la Universidad Católica para obtener un
certificado de trabajo, y hacer fila en la
plaza Venezuela para obtener certificados de matrimonio y de nacimiento de los
hijos. Los certificados de domicilio y de buena conducta fueron recabados por
los abogados. Todos estos papeles eran necesarios para probar en la audiencia
cautelar que no había peligro de fuga y que no correspondía el arresto
preventivo. Pero la audiencia se postergó para la mañana siguiente.
La segunda noche, Juan Antonio pudo dormir en
la clínica. Un médico amigo de Rolando llegó a convencer al forense de turno; los
policías organizaron una salida algo dramática, con Juan Antonio envuelto en su
poncho y apoyado entre dos agentes para bajar las gradas y tomar la ambulancia:
se lo veía muy mal y su foto salió así en los periódicos y la tele.
Nadie podía entender lo que había pasado. Todo
el mundo estaba seguro de la falsedad de la acusación de “enriquecimiento
ilícito” y hubo un movimiento de apoyo espectacular tanto en Bolivia como en
los demás países donde lo conocían. El gobierno seguramente no esperaba una
reacción tan fuerte y unánime cuando se propuso “hacer un ejemplo” de la
supuesta corrupción del gobierno anterior. Escogieron muy mal su víctima.
Muchos han admitido después, que a
través de él querían llegar a otros personeros.
Al día siguiente se realizó la audiencia de
medidas cautelares y esperábamos que Juan Antonio iba a recobrar la libertad.
Sin embargo, bajo la presión del fiscal y de los representantes del gobierno,
la juez decretó el arresto domiciliario, tomando en cuenta la edad y la salud
del acusado. Por lo menos se había evitado lo peor: mi marido no iba a reunirse
con su amigo el ladrón de carteras en San Pedro, podía volver a casa.
Eso ocurrió el 9 de septiembre de 2011. Desde
entonces, el proceso no ha avanzado un ápice, ni siquiera ha empezado. Lo más
probable es que sigamos en la misma situación por un buen tiempo. Como no
existe delito, mal se puede llegar a una acusación formal. Por otro lado, como
se trata de un asunto político, con el objetivo de desprestigiar al “ancien régime”, la presión del gobierno
sobre los jueces es tal que ninguno se anima a tomar una decisión
independiente. La persecución política
continúa.
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