miércoles, 24 de septiembre de 2014

Peripecias



Un permiso judicial

Agosto 27, 2012

Como siempre, todo se decidió a último momento. Desde hace meses solicitábamos a la justicia el levantamiento del arraigo de Juan Antonio para que pueda asistir como profesor invitado a la Universidad de Columbia en Nueva York. Después de aplazar la audiencia innumerables veces, el juez finalmente logró encontrar algo de tiempo y pudo reunir a todos los interesados. 

El fiscal y los delegados de los ministerios de gobierno y de transparencia aceptaron sin mucha objeción el alegato del abogado invocando el derecho constitucional al trabajo, pero como tenían que poner alguna traba, condicionaron el permiso a la obtención de una visa americana de duración determinada para asegurar el regreso de mi esposo. El fiscal incluso llegó a proponer que yo me quede de rehén en La Paz, pero se dio cuenta rápidamente de la ilegalidad de este pedido y dio marcha atrás. Era bastante irónico que los antiimperialistas del gobierno busquen sus garantías en la embajada gringa. 




Hace casi un año que el muy distinguido Doctor Juan Antonio Morales se encuentra con arresto domiciliario, bajo un pretexto encontrado por el gobierno para perseguir judicialmente a casi todas aquellas personas que habían desempeñado un rol en el régimen democrático y “neoliberal” anterior.

Por suerte en enero de 2012, después de estar cuatro meses encerrado en la casa, obtuvo un permiso para ir a trabajar a la Universidad Católica, aquí en La Paz, lo que le da cierta libertad de movimiento e incluso la opción de pasear a nuestro perro, visitar un médico o ir al banco, todo “en camino hacia la universidad”. 


Sería muy tedioso volver a explicar los acontecimientos recientes de la política boliviana y los problemas de persecución, extorsión y sometimiento de la justicia que podemos leer cada día en los periódicos. Digamos simplemente que durante once años, hasta mayo 2006, Juan Antonio fue presidente del Banco Central, un funcionario ejemplar y una persona apreciada por todos aquellos que valoran la estabilidad de la moneda boliviana después del caos de la hiperinflación de 1985. Es también un profesor de economía reconocido y recibe regularmente invitaciones de importantes centros académicos. 
 
En cuanto al proceso, ni siquiera ha comenzado y lo más probable es que nunca lo hará. El fiscal acusó a Juan Antonio de haber recibido un modesto suplemento a su salario en 1997, es decir 17 años antes de la imputación, y cuando ese desembolso estaba previsto en el presupuesto nacional, muy común y totalmente legal. El decreto de Carlos Mesa que prohíbe estos pagos data de 2004, pero lo quieren aplicar retroactivamente. Lamentablemente, la justicia en Bolivia perdió el rumbo y sigue las órdenes del ministerio de gobierno, convirtiéndose en un sistema de amedrentamiento para los opositores políticos y los que no piensan igual que los gobernantes.

Detención

Febrero 2012 

El 7 de septiembre de 2011, mi esposo Juan Antonio Morales fue citado por el fiscal Harry Suaznábar a las tres de la tarde para hacer una declaración. El motivo de la citación fue el de interrogarlo acerca de dos recibos que había firmado como presidente del Banco Central en 1997, y que fueron presentados por el ex ministro Víctor Hugo Canelas, denunciando una supuesta corrupción en el uso de gastos reservados. 

Una de las ironías del caso es que este mismo señor Canelas tenía la función de administrar los “gastos específicos de la administración central” para complementar los salarios del personal jerárquico y técnico del Estado, de acuerdo a las recomendaciones de los organismos internacionales. La suma en juego era pequeña y debía ser distribuida entre varios gerentes y técnicos del BCB. La idea de estos suplementos era impedir que muchos empleados públicos abandonen sus puestos debido a las remuneraciones demasiado bajas, y más de 800 personas los recibían cada mes. 



El procedimiento era completamente legal, aprobado dentro del presupuesto anual y sujeto a control directo de la Contraloría General del Estado. En el Banco Central los plus (una decena) fueron abolidos ya en julio 1997, una vez que se pudo ajustar las planillas y aumentar los sueldos de todos los empleados, hasta los ascensoristas. Por algún motivo Canelas había conservado copia de estos dos recibos, en vez de remitirlos a la Contraloría como estaba previsto por ley, no se sabe con qué oscuro fin.   


El fiscal, después de hacer esperar a mi marido hasta las cinco y medio, lo recibió finalmente, junto con sus abogados. A las nueve de la noche, recibí una llamada de Juan Antonio que me dejó completamente perpleja: Suaznábar había decidido arrestarlo en forma preventiva y lo hizo llevar con un policía a la Fuerza Especial de Lucha contra el Crimen (FELCC). Me pedía avisar a todo el mundo y llevarle urgente un poncho, una bolsa de dormir, un termo de café caliente y unos sandwiches.

Después de haber llamado a mi cuñado Rolando, a mis hijos y a una lista de amigos cercanos, junté todo lo que podría servir en estas extrañas circunstancias y mi yerno Manuel me llevó en su auto. No hubiera podido manejar, estaba en estado de shock. Cuando llegué, los abogados estaban en el patio donde hacían declaraciones a la prensa que habían convocado para denunciar el arresto. Mi hijo Esteban hacía lo mismo. Rolando y mis otros hijos llegaron poco después. 

Solamente a mí me dejaron pasar los policías y después de examinar las cosas que llevaba, pudo reunirme con Juan Antonio, que se encontraba sentado en una silla de plástico en el ventoso corredor. Tenía sobre los hombros una delgada mantita azul prestada por un compañero de celda – un buen samaritano acusado de robar carteras – porque mi pobre marido se moría de frío.

 
La FELCC es una tétrica construcción de cemento, con una única ventana sin vidrio pero cubierta de malla de gallinero, frente al escritorio donde están los policías. Tiene una sola celda, muy grande y oscura, separada del pasillo por una reja de metal. Al fondo de la celda hay unos nichos del tamaño de una persona echada, en dos o tres filas una encima de la otra, y donde supuestamente uno se puede acostar. Son de cemento y no hay ni colchones ni frazadas. Parece una catacumba, pero sin cráneos, por suerte. Cuando llegué estaba por cierto vacía, con excepción de aquel detenido que había “encontrado” una cartera y que prometía proteger a Juan Antonio en caso de que lo manden a la cárcel de San Pedro. Él ya tenía allí sus contactos.

Los abogados trataban de convencer a los policías para poder llevar a mi marido a la clínica policial, donde por lo menos tendría una cama para pasar la noche en condiciones un poco mejores. Finalmente, con el acuerdo del médico forense, la ambulancia de los bomberos lo llevó a la clínica poco después de medianoche. La doctora de turno sin embargo le hizo respirar unas bocanadas de oxígeno y lo mandó de vuelta a la FELCC.

Creyendo que Juan Antonio pasaría la noche en la clínica, yo había vuelto a mi casa. 


En la mañana muy temprano habían llevado a Juan Antonio a las celdas judiciales, que se encuentran al lado del antiguo Palacio de Justicia. Allí hay dos celdas separadas, para varones y mujeres, llenas de gente y con un olor espantoso a letrina, pero los presos “de categoría”  tenían el privilegio de permanecer en la entrada, cerca de la puerta, o de sentarse en una fila de sillas colocada en la oficina del comandante, entre las dos células.

Las familias entraban a toda hora con café del Alexander, prendas de vestir y provisiones. Durante todo el día desfilaron los amigos que venían a acompañar y animar a Juan Antonio. Los policías no se oponían, sólo refunfuñaban por tener que abrir y cerrar la puerta en cada momento. Varios de ellos conocían a mi marido porque habían trabajado de custodios en el Banco Central o incluso en la casa, mientras era presidente del BCB.


Mientras tanto mi hijo Esteban alarmaba a la prensa, movilizaba las redes sociales, y creaba una cadena de solidaridad por internet que recibió más de 1300 firmas. En la noche Esteban y mi cuñado Rolando se presentaron en todos los canales de televisión. Los periodistas hacían entrevistas a los amigos y a la familia. Mi otro hijo Joaquín ponía en movimiento los medios universitarios en Bélgica y otros países y redactó una ayuda memoria en inglés y francés que explicaba la situación y circulaba por el mundo a través del internet. 

Yo tenía la tarea de visitar a todos los médicos que habían tratado a Juan Antonio por diferentes problemas de salud para recabar certificados médicos, correr a la Universidad Católica para obtener un certificado de trabajo, y hacer fila en la plaza Venezuela para obtener certificados de matrimonio y de nacimiento de los hijos. Los certificados de domicilio y de buena conducta fueron recabados por los abogados. Todos estos papeles eran necesarios para probar en la audiencia cautelar que no había peligro de fuga y que no correspondía el arresto preventivo. Pero la audiencia se postergó para la mañana siguiente.

La segunda noche, Juan Antonio pudo dormir en la clínica. Un médico amigo de Rolando llegó a convencer al forense de turno; los policías organizaron una salida algo dramática, con Juan Antonio envuelto en su poncho y apoyado entre dos agentes para bajar las gradas y tomar la ambulancia: se lo veía muy mal y su foto salió así en los periódicos y la tele.

Nadie podía entender lo que había pasado. Todo el mundo estaba seguro de la falsedad de la acusación de “enriquecimiento ilícito” y hubo un movimiento de apoyo espectacular tanto en Bolivia como en los demás países donde lo conocían. El gobierno seguramente no esperaba una reacción tan fuerte y unánime cuando se propuso “hacer un ejemplo” de la supuesta corrupción del gobierno anterior. Escogieron muy mal su víctima. Muchos han admitido después, que a través de él querían llegar a otros personeros.


Al día siguiente se realizó la audiencia de medidas cautelares y esperábamos que Juan Antonio iba a recobrar la libertad. Sin embargo, bajo la presión del fiscal y de los representantes del gobierno, la juez decretó el arresto domiciliario, tomando en cuenta la edad y la salud del acusado. Por lo menos se había evitado lo peor: mi marido no iba a reunirse con su amigo el ladrón de carteras en San Pedro, podía volver a casa.  

Eso ocurrió el 9 de septiembre de 2011. Desde entonces, el proceso no ha avanzado un ápice, ni siquiera ha empezado. Lo más probable es que sigamos en la misma situación por un buen tiempo. Como no existe delito, mal se puede llegar a una acusación formal. Por otro lado, como se trata de un asunto político, con el objetivo de desprestigiar al “ancien régime”, la presión del gobierno sobre los jueces es tal que ninguno se anima a tomar una decisión independiente.  La persecución política continúa.  


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