Viajes en familia
Durante las vacaciones de verano, toda la tribu Belpaire se iba de viaje
por una o dos semanas. Partíamos con dos coches, para recorrer los caminos de
Francia. Así fuimos a conocer Dijon, Troyes, Avignon, Orange, Rouen, Rennes y
tantas otras ciudades.
La familia viajaba por etapas, cambiando a menudo los cinco conductores, es
decir mis padres, Anne, Nénette y François, para evitar el cansancio. Siguíamos
en lo posible los pequeños caminos bordeados de árboles, tan lindos en Francia,
en lugar de las rutas nacionales llenas de autos y camiones.
Al medio día encontrábamos un bonito lugar sombreado donde hacer un picnic,
con unas crocantes baguettes, carnes frías y queso camembert, y jugosos melones
comprados en el camino.
En la noche cenábamos en el hotel, apreciando la buena cocina francesa y su
buen vino. Mi padre siempre pedía lo mismo: lenguado a la meuniere, o si no
había, chuletas de cordero de pradera salada. El vino podía ser por ejemplo
Château-Neuf du Pape, Côtes du Rhône o, en vino blanco para el pescado, Entre
Deux Mers. No me acuerdo en qué pequeña ciudad francesa el Moulin à Vents había
hecho cantar a mi padre en plena calle durante el paseo de la noche, acompañado
por todo el coro familiar.
Incluso sin necesidad de vino, cantábamos mucho en el auto durante los
trayectos, y todas las viejas canciones francesas, que hablan de pastoras y sus
gatos, de un ruiseñor sobre una fuente, del hijo del rey y los tres patos, del
jarrón de tabaco que no se quiere compartir o del molinero que se durmió,
desfilaban a lo largo del camino.
Durante las vacaciones más cortas, por ejemplo para Pascua o en invierno,
íbamos más bien a las Ardenas, al este de Bélgica. En ese caso había que hacer
una parada obligatoria frente a la estación de trenes de Namur, para que mi
padre pudiese tomar su café filtro tradicional en el restaurante del Hotel de
Flandes.
En general mi madre reservaba espacio en un pequeño hostal en algún valle
pintoresco cerca de un río, Ourthe, Semois o Lesse. Allí pasábamos el día
haciendo grandes caminatas, construyendo represas en los pequeños arroyos con
piedras para poder bañarnos.
Comíamos un enorme pan campesino de Ardenas con jamón
ahumado de Ardenas, con salchichón de Ardenas o con paté de Ardenas. Desde que
mi abuela vendió su casa en Duinbergen, ya no íbamos tan a menudo a pasar estos
días al borde del mar.
Una de las primeras vacaciones de las cuales tengo memoria fue sin embargo
en la Selva Negra, en Alemania, y esta vez habíamos ido en tren. Me acuerdo más
que todo de las camas con sus gruesos edredones blancos hinchados de plumas de
ganso, cosa desconocida para nosotros, y de los cráneos de los pobres corzos
que decoraban las paredes del comedor. También me acuerdo que en las mañanas
temprano nos despertaba una vaca que venía a mirar por la ventana del cuarto,
pero quizás me confundo y eso ocurrió en las Ardenas.
En los siguientes veranos, el viaje se dirigía más bien hacia Normandía
(Etretat, Honfleur) o el norte de Bretaña (Saint Malo y el Finisterre). Un verano
llegamos hasta Hyères, sobre la Costa Azul, donde nos alojamos en una casita de
locación de la cual mi tío Joseph Rubbens era administrador.
Con los primos Pierrot y Georgie Rubbens, ambos muy morenos por el sol,
saltábamos a una pequeña cala entre las rocas, donde el agua era casi caliente.
Mi hermano Tiennot estaba muy feliz de encontrarse con primos de su edad, ya
que generalmente estaba rodeado de mujeres en casa. No sé qué estarían haciendo
mis primas Monique y Marie France, no me acuerdo haberlas visto nunca en la playa.
Un día mi tía Yvonne nos invitó una sopa fría de tomates y albahaca,
llamada pistou, algo parecida al gazpacho, preparada con las verduras de su jardín. Además hacía tanto
calor que nos alimentábamos casi únicamente de ensalada de tomates y de unos
duraznos espectaculares. También
aprendí a comer pimiento morrón.
Un regalo de cumpleaños
El viaje a París era algo muy especial que nuestros padres nos regalaban
como una tradición cuando cumplíamos 21 años. Sin duda consideraban que antes
de cumplir esta edad éramos demasiado jóvenes para visitar esta pecaminosa
capital. Teníamos en el programa de tres días una visita al Louvre, paseos por
los Campos Elíseos, las Tuileries y el Jardín de Luxemburgo, terrazas y cine,
todo con acompañamiento parental.
Cuando me tocó el turno, Tiennot también participó del viaje y era todo un
acontecimiento pasear por las calles de París con los papás. Mis hermanas
menores, Christine y Marthe, dicen que ellas ya no han podido gozar de este
privilegio. Sin embargo, no creo que fuera por culpa nuestra, nos habíamos
comportado perfectamente bien, a lo mejor París había encarecido mucho.
Córcega
No puedo acordarme qué año fue, pero sin duda ya estaba en la universidad, cuando
mis papás habían decidido llevarnos a Córcega. Como los “cuatro pequeños” ya
habían crecido, pensaron sin duda que necesitábamos más diversión que sólo la
playa y la montaña, en lo que se equivocaban. Por lo tanto habían comprado
pasajes en avión y alquilado una cabaña en una aldea vacacional del Club Med.
No sé cómo fue que mi padre llegó a esta decisión, porque estas aldeas
vacacionales eran por cierto lo que más odiaba en la vida: playas atestadas de
gente, mezcla de música proveniente de varias radios, el olor omnipresente del
aceite de broncear, todos los inconvenientes de la vida en común.
Además se organizaba toda clase de actividades aburridas a cargo de los
“gentiles organizadores”, como bailecitos entre los “gentiles miembros" - la mayoría viejos panzones - del
“gentil Club”, animados por un “gentil DJ”, concursos de disfraces y otras
fiestitas débiles. Como no teníamos nada más a mano, nos habíamos disfrazado
con las almohadas de la cama. También había actividades deportivas, pero mis
ensayos de esquí náutico terminaban, o más bien empezaban, con humillantes
caídas al agua.
En cambio me fascinaba poder bucear con snorkel
en esta agua tan transparente donde fugaban veloces peces plateados entre las
ondulantes praderas marinas, e hicimos unas memorables excursiones hacia
Ajaccio y hacia las montañas, en un pequeño tren que subía y subía.
Lo menos
convincente de este lindo viaje fue el queso corso de oveja, que mi mamá compró
directamente de unos productores y que estaba lleno de gusanos blancos que se
movían, los que se suponía eran la parte más sabrosa. Por suerte no puedo
comunicarles el olor de este queso por escrito.
Grecia
No todos los viajes se hacían en familia. Al
terminar la escuela secundaria, el Instituto Saint André había organizado para
sus alumnas un gran viaje cultural y educativo a Grecia. Este viaje con un
grupo de chicas de 17 y 18 años, acompañado y comentado por nuestra profesora
de historia del arte, y desde luego, por la madre superiora, fue algo
extraordinario e inolvidable. Habían permitido que algunas amigas
que no frecuentaban el mismo colegio pudiesen unirse al grupo, por lo que mi
amiga Mady nos pudo acompañar.
Habíamos tomado el tren hasta Brindisi, en el
sur de Italia, después de haber pasado sólo un día en Venecia, y de allí tomamos
un barco cuya destinación final era Tel Aviv, que por lo tanto estaba lleno de
jóvenes israelíes, y que iba a pasar por el canal de Corinto y atracar en El
Pireo, el puerto de Atenas.
Usando varios medios de transporte (buses,
barcos, un viejo avión) pudimos visitar Atenas, Olimpia, Micenas, varias islas
griegas y finalmente Creta. Los paisajes azules y blancos de las islas, las
ruinas con el aroma de hierbas silvestres tostadas por el sol, los museos, sus
cerámicas y su solemne estatuaria, nos permitían vivir en directo las cosas que
habíamos estudiado en las clases de literatura, historia, civilizaciones
clásicas, arte, dejándonos maravilladas. No nos hubiera sorprendido
encontrarnos con Menelao delante de la puerta de su palacio, con Ifigenia en su
isla, con el discóbolo en Delfos, o con el Minotauro en Creta, al que casi escuchábamos
mugir en su laberinto mientras el intrépido Ícaro volaba hacia el sol.
También hicimos amigos más reales. En Atenas,
Mady y yo salimos a bailar sirtaki una noche con dos apuestos jóvenes griegos,
Spiros y Adonis. La mitad de los griegos de entonces se llamaban Spiros o
Adonis. Cuando quisimos volver, alrededor de media noche, las puertas del
convento donde estaba alojado el grupo estaban cerradas a piedra y lodo. Nadie
contestaba el timbre, era imposible entrar. Los dos chicos, perfectos
caballeros, habían decidido quedarse para darnos debida
protección, y no querían dejarnos solas ni volver a su casa, a pesar que tenían
que trabajar al día siguiente. Como la temperatura estaba muy agradable, hemos
paseado toda la noche por los parques de Atenas hasta la mañana temprano,
cuando finalmente se abrieron las puertas del convento y pudimos entrar al
comedor para desayunar, como si acabábamos de levantarnos.
Un viaje que no
hicimos
En 1957 los Rusos habían lanzado al espacio su
primer satélite, que alcanzaría exitosamente la órbita prevista y daría algunas
vueltas alrededor de la tierra: el Sputnik I. Poco tiempo después, la perrita
Laika iba a demostrar que era posible enviar seres vivos al espacio, abriendo
camino para los cosmonautas humanos.
En 1961, Yuri Gagarin, gran heroe soviético, fue el primer hombre que
pudo completar un vuelo espacial y volver a tierra sano y salvo. Los rusos
estaban ganando la carrera y los americanos, asustados, tuvieron que
reaccionar rápidamente. Mandaron su primer hombre al espacio, John Glenn, en
1962. Lo curioso de este caso es que el mismo John Glenn repetiría la
hazaña 36 años más tarde, en la cápsula Friendship.
El 16 de julio de 1969 un pesado cohete tomaba
vuelo desde el Cabo Cañaveral, llevando tres hombres a bordo de la cápsula
Apolo 11, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael
Collins. Cuatro días después, el módulo
lunar Eagle se desprendía a su vez de la cápsula para posarse al borde del Mar de Tranquilidad, en la superficie de
la luna. El 20 de julio, con la mayor audiencia de televisión vista hasta
entonces, Neil Armstrong ponía el pie en nuestro satélite, pronto seguido por
Aldrin. El pobre Collins tuvo que quedarse en la cápsula, dando vueltas alrededor
de la luna, esperando el regreso de sus compañeros.
Durante un par de horas Armstrong y Collins
hicieron mediciones científicas, recogieron muestras y tomaron fotos del paisaje.
Por cierto no pudieron tomar muchas fotos porque no existían todavía las
cámaras digitales. El 24 de julio, Apolo 11 había regresado con los tres hombres
y flotaba en el lugar previsto del Océano Pacífico.
Por supuesto que esta odisea hizo soñar a mucha
gente y me puedo imaginar que todos los niños que vieron la transmisión directa
en la tele, se imaginaban ocupando el lugar de Neil Armstrong.
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