lunes, 1 de diciembre de 2014

Viajando



Viajes en familia

Durante las vacaciones de verano, toda la tribu Belpaire se iba de viaje por una o dos semanas. Partíamos con dos coches, para recorrer los caminos de Francia. Así fuimos a conocer Dijon, Troyes, Avignon, Orange, Rouen, Rennes y tantas otras ciudades.



La familia viajaba por etapas, cambiando a menudo los cinco conductores, es decir mis padres, Anne, Nénette y François, para evitar el cansancio. Siguíamos en lo posible los pequeños caminos bordeados de árboles, tan lindos en Francia, en lugar de las rutas nacionales llenas de autos y camiones. 

Al medio día encontrábamos un bonito lugar sombreado donde hacer un picnic, con unas crocantes baguettes, carnes frías y queso camembert, y jugosos melones comprados en el camino. 

 


En la noche cenábamos en el hotel, apreciando la buena cocina francesa y su buen vino. Mi padre siempre pedía lo mismo: lenguado a la meuniere, o si no había, chuletas de cordero de pradera salada. El vino podía ser por ejemplo Château-Neuf du Pape, Côtes du Rhône o, en vino blanco para el pescado, Entre Deux Mers. No me acuerdo en qué pequeña ciudad francesa el Moulin à Vents había hecho cantar a mi padre en plena calle durante el paseo de la noche, acompañado por todo el coro familiar. 

Incluso sin necesidad de vino, cantábamos mucho en el auto durante los trayectos, y todas las viejas canciones francesas, que hablan de pastoras y sus gatos, de un ruiseñor sobre una fuente, del hijo del rey y los tres patos, del jarrón de tabaco que no se quiere compartir o del molinero que se durmió, desfilaban a lo largo del camino.

Durante las vacaciones más cortas, por ejemplo para Pascua o en invierno, íbamos más bien a las Ardenas, al este de Bélgica. En ese caso había que hacer una parada obligatoria frente a la estación de trenes de Namur, para que mi padre pudiese tomar su café filtro tradicional en el restaurante del Hotel de Flandes.  


En general mi madre reservaba espacio en un pequeño hostal en algún valle pintoresco cerca de un río, Ourthe, Semois o Lesse. Allí pasábamos el día haciendo grandes caminatas, construyendo represas en los pequeños arroyos con piedras para poder bañarnos. 

Comíamos un enorme pan campesino de Ardenas con jamón ahumado de Ardenas, con salchichón de Ardenas o con paté de Ardenas. Desde que mi abuela vendió su casa en Duinbergen, ya no íbamos tan a menudo a pasar estos días al borde del mar.



Una de las primeras vacaciones de las cuales tengo memoria fue sin embargo en la Selva Negra, en Alemania, y esta vez habíamos ido en tren. Me acuerdo más que todo de las camas con sus gruesos edredones blancos hinchados de plumas de ganso, cosa desconocida para nosotros, y de los cráneos de los pobres corzos que decoraban las paredes del comedor. También me acuerdo que en las mañanas temprano nos despertaba una vaca que venía a mirar por la ventana del cuarto, pero quizás me confundo y eso ocurrió en las Ardenas.

En los siguientes veranos, el viaje se dirigía más bien hacia Normandía (Etretat, Honfleur) o el norte de Bretaña (Saint Malo y el Finisterre). Un verano llegamos hasta Hyères, sobre la Costa Azul, donde nos alojamos en una casita de locación de la cual mi tío Joseph Rubbens era administrador.   


Con los primos Pierrot y Georgie Rubbens, ambos muy morenos por el sol, saltábamos a una pequeña cala entre las rocas, donde el agua era casi caliente. Mi hermano Tiennot estaba muy feliz de encontrarse con primos de su edad, ya que generalmente estaba rodeado de mujeres en casa. No sé qué estarían haciendo mis primas Monique y Marie France, no me acuerdo haberlas visto nunca en la playa. 

Un día mi tía Yvonne nos invitó una sopa fría de tomates y albahaca, llamada pistou, algo parecida al gazpacho, preparada con las verduras de su jardín. Además hacía tanto calor que nos alimentábamos casi únicamente de ensalada de tomates y de unos duraznos espectaculares. También aprendí a comer pimiento morrón.  

Un regalo de cumpleaños

El viaje a París era algo muy especial que nuestros padres nos regalaban como una tradición cuando cumplíamos 21 años. Sin duda consideraban que antes de cumplir esta edad éramos demasiado jóvenes para visitar esta pecaminosa capital. Teníamos en el programa de tres días una visita al Louvre, paseos por los Campos Elíseos, las Tuileries y el Jardín de Luxemburgo, terrazas y cine, todo con acompañamiento parental. 


Cuando me tocó el turno, Tiennot también participó del viaje y era todo un acontecimiento pasear por las calles de París con los papás. Mis hermanas menores, Christine y Marthe, dicen que ellas ya no han podido gozar de este privilegio. Sin embargo, no creo que fuera por culpa nuestra, nos habíamos comportado perfectamente bien, a lo mejor París había encarecido mucho. 

Córcega
 
No puedo acordarme qué año fue, pero sin duda ya estaba en la universidad, cuando mis papás habían decidido llevarnos a Córcega. Como los “cuatro pequeños” ya habían crecido, pensaron sin duda que necesitábamos más diversión que sólo la playa y la montaña, en lo que se equivocaban. Por lo tanto habían comprado pasajes en avión y alquilado una cabaña en una aldea vacacional del Club Med. No sé cómo fue que mi padre llegó a esta decisión, porque estas aldeas vacacionales eran por cierto lo que más odiaba en la vida: playas atestadas de gente, mezcla de música proveniente de varias radios, el olor omnipresente del aceite de broncear, todos los inconvenientes de la vida en común.
 

Además se organizaba toda clase de actividades aburridas a cargo de los “gentiles organizadores”, como bailecitos entre los “gentiles miembros" - la mayoría viejos panzones - del “gentil Club”, animados por un “gentil DJ”, concursos de disfraces y otras fiestitas débiles. Como no teníamos nada más a mano, nos habíamos disfrazado con las almohadas de la cama. También había actividades deportivas, pero mis ensayos de esquí náutico terminaban, o más bien empezaban, con humillantes caídas al agua.  



En cambio me fascinaba poder bucear con snorkel en esta agua tan transparente donde fugaban veloces peces plateados entre las ondulantes praderas marinas, e hicimos unas memorables excursiones hacia Ajaccio y hacia las montañas, en un pequeño tren que subía y subía.

Lo menos convincente de este lindo viaje fue el queso corso de oveja, que mi mamá compró directamente de unos productores y que estaba lleno de gusanos blancos que se movían, los que se suponía eran la parte más sabrosa. Por suerte no puedo comunicarles el olor de este queso por escrito.

 


Grecia

No todos los viajes se hacían en familia. Al terminar la escuela secundaria, el Instituto Saint André había organizado para sus alumnas un gran viaje cultural y educativo a Grecia. Este viaje con un grupo de chicas de 17 y 18 años, acompañado y comentado por nuestra profesora de historia del arte, y desde luego, por la madre superiora, fue algo extraordinario e inolvidable. Habían permitido que algunas amigas que no frecuentaban el mismo colegio pudiesen unirse al grupo, por lo que mi amiga Mady nos pudo acompañar.

Habíamos tomado el tren hasta Brindisi, en el sur de Italia, después de haber pasado sólo un día en Venecia, y de allí tomamos un barco cuya destinación final era Tel Aviv, que por lo tanto estaba lleno de jóvenes israelíes, y que iba a pasar por el canal de Corinto y atracar en El Pireo, el puerto de Atenas.   

Usando varios medios de transporte (buses, barcos, un viejo avión) pudimos visitar Atenas, Olimpia, Micenas, varias islas griegas y finalmente Creta. Los paisajes azules y blancos de las islas, las ruinas con el aroma de hierbas silvestres tostadas por el sol, los museos, sus cerámicas y su solemne estatuaria, nos permitían vivir en directo las cosas que habíamos estudiado en las clases de literatura, historia, civilizaciones clásicas, arte, dejándonos maravilladas. No nos hubiera sorprendido encontrarnos con Menelao delante de la puerta de su palacio, con Ifigenia en su isla, con el discóbolo en Delfos, o con el Minotauro en Creta, al que casi escuchábamos mugir en su laberinto mientras el intrépido Ícaro volaba hacia el sol. 
 


También hicimos amigos más reales. En Atenas, Mady y yo salimos a bailar sirtaki una noche con dos apuestos jóvenes griegos, Spiros y Adonis. La mitad de los griegos de entonces se llamaban Spiros o Adonis. Cuando quisimos volver, alrededor de media noche, las puertas del convento donde estaba alojado el grupo estaban cerradas a piedra y lodo. Nadie contestaba el timbre, era imposible entrar. Los dos chicos, perfectos caballeros, habían decidido quedarse para darnos debida protección, y no querían dejarnos solas ni volver a su casa, a pesar que tenían que trabajar al día siguiente. Como la temperatura estaba muy agradable, hemos paseado toda la noche por los parques de Atenas hasta la mañana temprano, cuando finalmente se abrieron las puertas del convento y pudimos entrar al comedor para desayunar, como si acabábamos de levantarnos.

Un viaje que no hicimos

En 1957 los Rusos habían lanzado al espacio su primer satélite, que alcanzaría exitosamente la órbita prevista y daría algunas vueltas alrededor de la tierra: el Sputnik I. Poco tiempo después, la perrita Laika iba a demostrar que era posible enviar seres vivos al espacio, abriendo camino para los cosmonautas humanos. 

En 1961, Yuri Gagarin, gran heroe soviético, fue el primer hombre que pudo completar un vuelo espacial y volver a tierra sano y salvo. Los rusos estaban ganando la carrera y los americanos, asustados, tuvieron que reaccionar rápidamente. Mandaron su primer hombre al espacio, John Glenn, en 1962. Lo curioso de este caso es que el mismo John Glenn repetiría la hazaña 36 años más tarde, en la cápsula Friendship.
  
El 16 de julio de 1969 un pesado cohete tomaba vuelo desde el Cabo Cañaveral, llevando tres hombres a bordo de la cápsula Apolo 11, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins. Cuatro días después, el módulo lunar Eagle se desprendía a su vez de la cápsula  para posarse al borde del Mar de Tranquilidad, en la superficie de la luna. El 20 de julio, con la mayor audiencia de televisión vista hasta entonces, Neil Armstrong ponía el pie en nuestro satélite, pronto seguido por Aldrin. El pobre Collins tuvo que quedarse en la cápsula, dando vueltas alrededor de  la luna, esperando el regreso de sus compañeros.
 


Durante un par de horas Armstrong y Collins hicieron mediciones científicas, recogieron muestras y tomaron fotos del paisaje. Por cierto no pudieron tomar muchas fotos porque no existían todavía las cámaras digitales. El 24 de julio, Apolo 11 había regresado con los tres hombres y flotaba en el lugar previsto del Océano Pacífico.

Por supuesto que esta odisea hizo soñar a mucha gente y me puedo imaginar que todos los niños que vieron la transmisión directa en la tele, se imaginaban ocupando el lugar de Neil Armstrong.


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