Cuando vivíamos en la Bellestraat número 16 A
de San Nicolás, todavía era el campo. Aún ahora, cuando busco el lugar en
Google Earth, veo mucho verde, pero muchas de las casas de familias se
transformaron en depósitos o en auto-ventas.
Algunas granjas resisten todavía al crecimiento
urbano, gracias a los subsidios probablemente, pero a mediados del siglo pasado
todas las casas tenían grandes jardines y estaban dispersas entre praderas y
campos de cultivo. Nuestra casa es la de techo rojo que se ve dentro del
círculo.
Mi mamá se alegraba siempre cuando veía vacas,
que le servían para predecir el tiempo: si estaban echadas en el pasto quería
decir que tendríamos un día soleado, cosa bastante excepcional en Bélgica, pero
si estaban paradas iba a llover pronto. Incluso nos declaraba, un poco en broma
pero no tanto, “Después de mi muerte quisiera ser una vaca y pasarme todo el
día rumiando y viendo pasar los trenes”.
En las granjas vecinas íbamos a comprar la
leche, la mantequilla, los huevos y las papas. Cuando éramos pequeños la
familia Beck nos invitaba a ver los chanchitos recién nacidos e incluso nos
dejaban “ayudar” en la cosecha de papa. En la gran cocina que servía de sala
familiar había por supuesto una cocina a carbón Belpaire, de la fábrica de mi
papá. Arriba, un gran ojo inscrito en un triángulo nos seguía a todo lado, con la
leyenda “Dios te ve, aquí no se blasfema”. Cuando el hijo mayor, Maurice Beck,
heredó la granja, cambió los campos de cebada, centeno y papas, y también las praderas
de las vacas por un extenso y moderno cultivo de manzanas.
En la otra granja, la de Lea, teníamos que
recoger cada día la leche fresca en un gran bidón de aluminio. Más tarde,
cuando Lea vendió sus vacas, cambiaron el negocio y el hijo se dedicó a
distribuir cerveza y coca cola. Pero aún tenían gallinas y vendían huevos.
El jardín de la familia Belpaire casi había
doblado su tamaño cuando mi padre compró el terreno de al lado, separado de la
casa por una zanja y un puentecito. El “nuevo jardín” iba a servir de huerta
para las verduras y los árboles frutales, y al fondo se construyó un tenis con
baldosas de cemento, que nos serviría sobre todo para patinar. El jardín
ocuparía así toda la superficie desde la esquina de la Callaertstraat hasta el
jardín de la familia Van Haveren, que ocupaba también parte del terreno detrás
de nosotros.
Mijnheer Van Haveren era fabricante de las
famosas alfombras hechas en San Nicolás, pero que se mandaban a Egipto con el único
fin de ponerles una etiqueta que multiplicaba su valor, ya que así se podían
considerar como alfombras orientales. En la familia Van Haveren había tres
hijos, dos “grandes”, Yves y Francine, que hacían amistad con mis hermanos
François y Nénette, y uno mucho más joven, Thierry, que era el gran compañero
de mi hermanita Christine, desde su más tierna infancia. Los dos compadritos se
visitaban a través de un hueco en el seto que separaba los jardines, que habían
agrandado para poder pasar.
Del otro lado, cruzando la Callaertstraat, vivían
mis tres amigas de la escuela, Martine Walkiers, que era hija única, y justo al
lado, Annette y Brigitte Kort. Martine y Annette estaban en mi curso, Brigitte
tenía un año menos. Ya les conté que íbamos juntas al colegio en bicicleta.
Había un hermanito menor, Didier, pero no le hacíamos mucho caso. Generalmente
yo estaba en su casa, o ellas en la mía. Fue en la casa de los Kort que probé
mi primer whisky, pero no me fascinó. En cambio nos gustaba
mucho instalarnos sobre el techo de tejas negras para tomar el sol. Las tejas
estaban tibias y se podía admirar todo el campo alrededor.
Paseos
El campo alrededor de San Nicolás era lindo y
se podía hacer unos bonitos paseos entre los cultivos, los bosquecillos y las
aldeas cercanas. Era costumbre hacer una salida con toda la familia los
domingos en la tarde. Podíamos hacer un trecho en auto para luego caminar una o
dos horas, generalmente en una parte boscosa o a lo largo del río Escalda. A mi
papá le gustaba descubrir los ingenuos bajorrelieves del purgatorio que se
veían en los muros externos de las pequeñas iglesias rurales, o admirar el
perro y los botines rojos de San Roque en la iglesia de Puivelde. Muchas veces
daba un rodeo por Sinaai para admirar una casa que le gustaba particularmente,
y cuya chimenea por cierto inspiró el diseño de la nuestra en La Paz, aún si
ésta es mucho más modesta.
También había lindos paseos muy cerca de la
casa, dando la vuelta al manzano por la Calle del Buho (Uilestraat), donde se
podían ver unos coloridos enanos de jardín, un poco más allá había un estanque
con renacuajos y hasta peces pequeños, también podíamos seguir los rieles del
ferrocarril hasta el pueblo vecino.
Los paseos en bicicleta se organizaban con mis
hermanos menores o con algunos amigos, a veces con los primos Raymond y
Philippe. Uno de nuestros lugares favoritos era el bowling de Waasmunster,
donde podíamos jugar a los bolos, escuchar discos y tomar un refresco, estaba
de moda el Orangina (pshht naranja, pshht limón). También íbamos a menudo hasta
Temse, donde pasábamos el puente sobre el río Escalda y seguíamos los diques
del otro lado, hacia el antiguo pueblito de Weert, donde las casas tenían puertas
diminutas.
Una sola vez fuimos hasta la costa en
bicicleta, con mi hermano Tiennot. No era el Tour de Francia pero había 80 km
de malos caminos y nos dolía el trasero al llegar. No hemos repetido la hazaña.
Otras veces íbamos hasta Holanda, no tan lejos y donde había pistas reservadas
para bicicletas, pero donde el viento era fuerte y no siempre soplaba en la
dirección deseada.
La familia Ouwerx
A pesar de que no eran nuestros vecinos y que
vivían en el centro de la ciudad, tengo que mencionar a los Ouwerx entre los
fieles amigos de la familia. La señora era una persona imponente, amiga de mi
mamá, con una proa acorazada como pocas. Uno de los hijos, Luc, era amigo de mi
hermana Anne y juntos bailaban un rock and roll que nos dejaba con la boca
abierta. Ginette era amiga de colegio de Nénette y fueron juntas a esquiar en
Austria. Parece que se divirtieron mucho, pero si quieren saber los chistes
tienen que leer la versión en francés, no son traducibles.
El más joven, Alain, tenía nuestra edad y venía
a jugar tenis con nosotros. Tengo que confesar que era el blanco de la mayor
parte de nuestras bromas. Alain tenía dos animales domésticos: un cocker espaniel
negro, muy viejo y ciego, y un lorito verde que se posaba en su cabeza o su
hombro.
Me acuerdo que un cierto verano la señora
Ouwerx le había confiado a mi mamá que hacía una novedosa dieta para adelgazar.
Estábamos en la costa. “Mi médico me prescribió comer únicamente helados y nada
más”, le dijo. Entonces consumía a lo largo del día conos de helado “Pingüino”,
hechos de pura crema de leche, y deliciosos por cierto. Me imagino que la idea
del médico era que la buena señora se harte de comer siempre lo mismo, pero no
parecía funcionar. En fin, nunca sabré cuantos kilos perdió o ganó durante estas
vacaciones en el mar.
Actividades deportivas
Era bastante deportista en esa época: con Mady
y el resto de la pandilla íbamos al club de natación de la ciudad o jugábamos
tenis, a veces en mi casa, otras en los terrenos de juego municipales del
“Molino Blanco”, cerca de la suya. En cambio no me gustaba el club de tenis de
Temse, que me parecía muy esnob.
El club de natación se fundó una vez que se
terminó de construir la piscina municipal cubierta en San Nicolás. El club era
mixto y los entrenamientos eran, me imagino, todos los miércoles y sábados por
la tarde, las competiciones podían ser el domingo.
Como me cansaba muy rápido con el crawl y el
estilo mariposa no era lo mío, me limitaba a las carreras de relevo en estilo
libre. A pesar de todo mi equipo ganó una vez, gracias a los largos brazos de
mi amiga Monique Segers. Después del entrenamiento nos quedábamos un rato a
jugar y los chicos molestaban a las chicas empujándolas bajo el agua o
lanzándolas a la piscina desde el borde. A nosotras no nos importaba, al contrario,
y todo terminaba en chacota.
Según me cuenta Mady, por lo menos uno de estos
idilios llevó al matrimonio, entre la chica rubia de la papelería y el campeón
de natación de entonces. Mady era la encargada de hacer llegar la
correspondencia secreta entre ambos enamorados.
Amores mozos
Era casi obligatorio para las chicas tener un
enamorado, generalmente platónico o por lo menos prospectivo. Entre las
colegialas se consideraba anormal no suspirar por alguien, y era un factor
importante en la jerarquía o si prefieren, el “pecking order”. En cambio no era
indispensable que la persona amada se haya enterado de la preferencia, con tal
de poder hablar horas del elegido con las amigas. De todos modos en esa época
las chicas no se declaraban, y todo lo que se podía hacer era echarle ojitos al
chico y esperar que se dé cuenta.
Fue así que conocí a Jean Michel y que lo puso
en mi lista de llamas. En flamenco se dice “tener un poroto por alguien”, no sé
de donde viene la expresión. El era de Lieja y vino a pasar un mes en casa de
Marnix, uno de los compañeros del club de natación, para aprender el neerlandés.
Marnix nos había presentado su amigo durante la feria, otro lugar donde se
encontraban los jóvenes, especialmente cerca de los autitos topadores. Jean
Michel me gustó y para mí era un excelente arreglo: podía jactarme con mis amigas,
pero como su estadía en la ciudad sólo duraría un mes, no había compromisos a
largo plazo.
Claro que es muy agradable soñar y sentirse
enamorado cuando se tiene dieciséis años: hasta escribí un par de poemas que
nadie vio jamás y que por suerte ya no existen. Luego de su partida nos hemos
escrito unas pocas cartas pero sus padres interrumpieron la correspondencia al
tomar las cosas mucho más en serio de lo que eran.
De todas maneras hubo una consecuencia de este
encuentro. Como Jean Michel había criticado mi acento un poco raro en francés, esto
confirmaba mi decisión de que quería terminar el colegio en Bruselas, para
salir del provincialismo cerrado de mi pueblo y de las condiciones bastante
mediocres de mi escuela.
Ese mismo verano logré convencer a mis padres
para que me manden a Bruselas en septiembre. No fue muy difícil, ya que mis
hermanas Anne y Nénette ya habían estudiado como pensionadas en el Instituto
Berlaymont para señoritas. Finalmente escogieron para mí otra escuela de
monjas, el Instituto Saint André, porque en el Berlaymont no había humanidades latín-ciencias.
Por suerte.
Desde entonces, tomaba el tren muy temprano todos
los lunes para ir a Bruselas y me quedaba medio dormida durante las clases de
la mañana. Me hubiera gustado estudiar humanidades artísticas, pero esto no
podía ser considerado como una opción seria por mis queridos padres.
Rupelmonde
Annette y Brigitte Kort habían asistido una
noche con sus papás al concierto de un grupo de jóvenes portugueses, quienes
probablemente daban la vuelta a Europa, tocando y cantando en diversos
restaurantes y cafés. Volvieron encantadas de la velada, no solamente por la
belleza de la música sino también por lo guapo de los músicos. Por lo tanto
habían decidido que querían volver a verlos el domingo siguiente, sabiendo que
daban un concierto en el mismo lugar en la tarde. Como por algún motivo no
querían comunicar esta intención a sus padres, les dijeron que asistirían a una
competición de natación en la cual Mady participaba.
Nos habíamos encontrado casualmente en la
parada del bus de la esquina (yo tenía la intención de ir a apoyar a la
campeona) y, quién sabe si para hacerme partícipe de su entusiasmo o para tener
un alibi más creíble, me habían invitada a acompañarlas para escuchar a los
cuatro portugueses. Annette tenía dinero suficiente para pagar un taxi hasta Rupelmonde,
el pueblo del gran geógrafo Mercator, que se encuentra a unos doce kilómetros
de San Nicolás.
Una vez llegadas allí, en una gran sala de
restaurante, ocupamos una mesa y pedimos unos refrescos. Me parecía en efecto
que la música era muy bella (hasta ahora me gustan mucho los fados) y después
del concierto los músicos, que probablemente habían reconocido a sus dos fans
de la otra noche, se sentaron un momento en nuestra mesa. Además creo yo que
pasaban por todas las mesas con la esperanza de que les invitaran un trago. Luego
tomamos tranquilamente el bus para volver a casa.
La versión que llegó a oídos de nuestros padres
por informantes anónimos fue muy diferente. Sospecho empero de uno de nuestros
vecinos que era profesor de escuela y fue también a ver el espectáculo. Como él
volvió a casa en su carro y nosotras en autobus, llegó mucho antes y llamó
inmediatamente por teléfono a mi casa, aumentando y embelleciendo la historia
de nuestra pequeña fuga. Mis papás ya estaban convencidos de que las tres habíamos
perdido nuestra virginidad a manos de estos peligrosos extranjeros. Es verdad
que fuimos a este concierto sin el permiso respectivo, pero la chismografía
había rebasado todos los límites de la realidad. Así era la mentalidad de la
gente de mi pueblo.
A final de cuentas me castigaron con la
prohibición de salir por un mes, excepto para ir a la escuela, castigo que me
parecía razonable. Para Mady, que no tuvo absolutamente nada que ver en el
asunto, fue peor: sus padres, quienes habían escuchados chismes parecidos o
peores (me imagino que daban la vuelta por toda la ciudad) le prohibieron
volver a ver a nuestras amigas Kort, sin explicarle nunca por qué, solamente
que eran “una mala influencia”.
Mady recién pudo volver a contactar a Brigitte
muchos años después, gracias a internet, y ambas retomaron su amistad donde la
habían dejado. Lamentablemente Brigitte murió el 13 de julio de 2013, unos dos
años después, dejándonos tristes pero con el recuerdo de todos los buenos momentos
que pasamos juntas.
Fiestitas y fiestones
A pesar de este episodio, nuestros padres nos
dejaban hacer muchas cosas, a condición de saber dónde estábamos y con quiénes
estábamos. Podíamos organizar fiestitas en la casa de una y otra y como nos
hacían falta chicos para poder bailar, invitábamos a los primos Raymond y
Philippe, Olivier De Laedt que vivía en la misma calle, a veces Pierre y
Jacques Poppe, Alain Ouwerx y otros más que no me acuerdo ahora. Mi hermano Tiennot
bailaba también y además tenía que ocuparse del tocadiscos, lo que era mucho
trabajo con los discos de 45 revoluciones, que tenían una o dos canciones de
cada lado.
Nuestras preferencias musicales se formaron con
el programa de radio “Salut les Copains”
que se difundía de cinco a seis de la tarde y donde todos los teenagers
escuchaban los últimos éxitos de Sylvie Vartan, Françoise Hardy, Johnny
Halliday, Sheila, Claude Nougaro, Jacques Dutronc, Claude François, pero
también Ray Charles (I can’t stop loving you…), los Beatles, Cliff Richard,
Bill Halley, el rey Elvis, Fats Domino (Blueberry Hills), Chuck Berry, los
Beach Boys, the Animals, y tantos otros más.
Estas pequeñas reuniones empezaban a las seis y
media de la tarde y terminaban a las nueve, cuando los papás sacaban a todo el
mundo para fuera. Cada uno llevaba papas fritas para picar o algún refresco
para tomar, además de prestar sus discos preferidos.
En un momento dado habíamos acomodado parte del
sótano de la casa para hacer nuestro boliche. Si me acuerdo bien, François hizo
unos dibujos a carbón en las paredes, habíamos dispuesto los muebles de jardín
y puesto velas sobre las botellas vacías de chianti. Parecía una cueva
existencialista en la ribera izquierda de París. Pero no se admitían tragos.
A partir de los 18 años, teníamos el derecho de
ir a las verdaderas fiestas bailables. Tengo que explicarles que para los
burgueses flamencos francófonos de entonces era muy importante que los hijos se
casen con personas “de la misma sociedad”. Por lo tanto se necesitaba organizar
eventos donde chicocas y chicocos podían encontrase en un ambiente controlado,
pero al mismo tiempo lo bastante romántico para facilitar los encuentros.
Por tradición entonces las familias organizaban
una primera fiesta para el cumpleaños número 18 de su hija, que era entonces
“presentada”, se decía a partir de esta fecha “que salía”. Tengo que admitir
que en América Latina estas fiestas se hacen a los quince, aún peor.
Para esta fiesta se invitaba la mayor cantidad
posible de jóvenes, escogidos entre las familias conocidas y aprobadas por los
padres, para que la señorita a su vez sea invitada a todas las fiestas que
estas familias organizarían este año y el siguiente.
Generalmente se disponía de un bar abierto con
toda clase de bebidas, un plato frío a medianoche y los discos con toda la
música de moda. Las veladas comenzaban alrededor de las diez pero siempre había
que esperar y aburrirse por lo menos una hora hasta que haya el “ambiente”
requerido y que todos se pongan a bailar. Nadie quería ser el primero.
Por supuesto que la pesca de un futuro marido
raramente funcionaba al primer intento, entonces había que organizar un nuevo
baile al año siguiente, y al siguiente, hasta encontrar el pretendiente
deseado. Si había varias hermanas, los gastos se sumaban, a menos que se las podía
agrupar por no tener mucha diferencia de edad.
Tengo que decir que en nuestra época las cosas
ya estaban cambiando mucho. Anteriormente había sido una verdadera subasta de
solteros, porque las escuelas no eran mixtas, las chicas no iban a la universidad
y muchas tampoco trabajaban. Una vez salidas de la escuela secundaria se
quedaban en casa para ayudar a su mamá y aprender a cocinar. Por suerte todo
esto ya había cambiado mucho, gracias a nuestros hermanos mayores, que habían
luchado por ganar su libertad.
Para ir a estos bailes, las chicas se ponían
vestidos largos y los chicos llevaban un smoking y una corbatita mariposa. Era
plena época del rock más salvaje y del twist, y la música no combinaba muy bien
con esta ropa de gala. En todo caso y a pesar del protocolo, nos divertíamos
mucho y casi cada sábado había una fiesta en una u otra ciudad o pueblo de
Flandes. Claramente, los jóvenes que asistían ya no tenían los mismos prejuicios
que sus padres y fuera de algunos “viejos” solteros, notarios, abogados o
médicos de 28 años, nadie estaba a la caza de un buen partido.
Los chicos también organizaban a veces fiestas
en su casa, pero era un asunto mucho menos formal. En todos estos casos, los
padres estaban presentes para vigilar y tenían que soportar la bulla hasta las
cuatro o cinco de la mañana, para poder controlar el flujo de alcohol y el buen
comportamiento de la juventud.
Me acuerdo todavía de mi vestido largo azul con
piedritas que fuimos a comprar a Amberes con mi mamá. Me sirvió fielmente, a pesar
de que lo pisaba cada vez que bailaba “rock around the clock” y que tenía que
volver a coser el dobladillo de vez en cuando. Ocultaba mis lentes de miope
porque me veía fea con ellas, por lo que veía toda la escena como un cuadro
impresionista. Le decía a Mady que prefería sacarme los anteojos para poder divertirme.
Ella me contestaba “Yo no, prefiero llevar mis lentes para divertirme”. De
hecho, ella pasaba mucho tiempo observando a todas las personas alrededor,
mientras que yo prefería concentrarme en mi compañero del momento. Estoy segura
que Mady todavía podría escribir la lista completa de todos los amigos y
conocidos que asistían a estas fiestas. Yo no.
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