viernes, 16 de enero de 2015

Orden, paz, trabajo

Los militares y nosotros



Después de una estadía de cuatro meses en Lima, Perú, donde la Pontificia Universidad Católica había invitado a Juan Antonio a dar un curso de economía a raíz del cierre de las universidades bolivianas, volvimos a La Paz en diciembre de 1972. En ese momento el Perú estaba gobernado por el general nacionalista Velasco Alvarado. La vida no era fácil. Teníamos que comprar nuestros alimentos en un supermercado estatal, donde los anaqueles estaban casi vacíos, aunque no tanto como en Venezuela hoy. Algunos días había azúcar, otros, leche en polvo, a veces había salchichas en lata y otras veces latas de porotos, pero nunca todo esto junto. El chino de la esquina tenía a veces unos cuantos huevos. La venta de carne era vedada durante dos semanas de cada mes porque se destinaba a la exportación y cuando había pollo, ése tenía sabor a pescado. Tampoco había pescado en el mar, porque la corriente de Humboldt se había alejado demasiado de la costa. Unos enormes y sucios pelícanos caminaban por las calles, buscando comida en los basureros. Era la famosa “crisis de la anchoveta”, los pescadores estaban en huelga y no salían del puerto de Callao.


Todo estaba húmedo en el pequeño departamento de Miraflores y veíamos el sol durante unos diez minutos cada día, a las cinco de la tarde, por lo que corríamos hasta un parquecito cercano para atrapar algunos rayos. Adriana, que tenía sólo unos meses, disfrutaba mucho de su estadía porque le encantaba el helado – este sí se conseguía siempre en el famoso Haití de Miraflores– y pasear en su cochecito al borde del mar. La gente que la veía con sus inmensos ojos azules me decían “Qué bonito este cholo…” e Isabel, muy seria y hermana mayor, los corregía: “No es un cholo, es mujercita”.  

A nuestra vuelta a La Paz nos mudamos a un departamento más amplio, también en Sopocachi, pero en lo alto de la empinada calle Rosendo Gutiérrez, un poco antes de llegar a la Jaimes Freyre. Costaba un poco llegar allí arriba, especialmente mientras estaba esperando a mi hijo Esteban. Era relativamente cerca de la plaza España, una bonita plaza con el monumento de Miguel Cervantes al medio y juegos para los chicos. A Isabel y Adriana les gustaba mucho el lugar, al igual que la plaza Abaroa. 


Poco a poco las cosas empezaban a normalizarse en La Paz. La represión banzerista había amainado un poco, pero todavía se veían paramilitares armados circulando por las calles y se oía hablar a menudo de personas conocidas que fueron arrestadas o exiliadas. La vida seguía, a pesar de todo.  


Desde los primeros meses de 1973, tanto Juan Antonio como yo habíamos conseguido trabajo en la UMSA, él en matemáticas y yo en biología, en la recién abierta, totalmente nueva Facultad de Ciencias Puras y Naturales. La facultad se albergaba en el edificio viejo de la universidad, detrás del monoblock, de hecho este edificio fue anteriormente una academia militar. Tenía largas galerías de madera en cada piso y unas gradas tan gastadas que estaban completamente huecas y deformadas. Las salas de la planta baja estaban divididas en su altura para formar oficinas y laboratorios, de modo que las personas un poco altas se golpeaban la cabeza con las lámparas. En los pisos más arriba, donde estaban las aulas, había huecos considerables en el piso. Profesores y estudiantes hacían lo posible para salir adelante con los pocos medios disponibles.


En octubre de 1972, mientras estábamos todavía en Lima, el gobierno de Banzer había devaluado la moneda en un 67%. En el mismo decreto de la devaluación, se congelaban los salarios. El costo de vida había aumentado fuertemente y los paceños se habían movilizado para protestar. A nuestro retorno del Perú veíamos en todas partes el eslogan “El hambre no espera, todos a San Francisco”, con el cual se había convocado a la marcha, la cual fue por supuesto violentamente reprimida. Cuando en el mes de enero del año siguiente quería comprar huevos en la tienda, me daban apenas dos huevos con lo que costaba antes una docena.

El perfil de las montañas refleja S = la curva de salarios; A = el precio de los alimentos.

Sin embargo, no todos los militares estaban contentos con el régimen de gobierno. El 5 de enero de 1974, el regimiento de blindados del Alto, el Tarapacá, se sublevó contra el presidente Banzer, bajo el mando de Gary Prado y Raúl López Leytón. Esta noche llegaron a ocupar el cuartel general del ejército en Miraflores y se dirigían hacia el palacio de gobierno. 

A las cuatro de la mañana, nos despertó una intempestiva llamada telefónica de Juan Carlos Navajas. “Vengan inmediatamente a la Plaza Murillo, los tanques del Tarapacá están echando abajo la puerta del Palacio Quemado, hemos podido liberar a Jaime Paz (que estaba encerrado en las celdas del DOP, Departamento de Orden Político). Todo el mundo tiene que venir a apoyar a los militares rebeldes y pedir la renuncia de Hugo Banzer”.

Nosotros no somos muy amantes de los militares, incluyendo a los de izquierda, así que no fuimos. Al final, este intento de golpe fue un fracaso: el resto de la fuerzas armadas se mantuvieron leales a Banzer y el único resultado positivo de la asonada fue la liberación de Jaime Paz, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que se asiló en una embajada y pudo salir del país.

Pocos días después, el 20 de enero de 1974, Banzer decretó nuevas medidas económicas: eliminaba los subsidios de los alimentos de base, harina, azúcar, arroz, aceite y fideos, cuyos precios subieron más del 100%. El precio de la carne se triplicó. En reacción a estas medidas, los campesinos de los valles de Cochabamba iniciaban un bloqueo de caminos. Oficialmente, la represión causó 13 muertos, 10 heridos y 21 presos, pero de acuerdo a la Asamblea de Derechos Humanos había producido entre 80 y 100 muertos o desaparecidos. 

Banzer acusó los “comunistas foráneos” de haber incitado a los campesinos de Epizana a esta protesta e hizo el muy famoso discurso en el cual pedía a los campesinos acabar ellos mismos con los “extremistas del trapo rojo”, y les daba “permiso para matar”. Al mismo tiempo que el precio de los alimentos también había subido el precio de los minerales, pero los mineros no veían ninguna mejora en sus magros salarios, todo el beneficio se iba al estado. Cuando los mineros de COMIBOL exigieron aumentos de sus salarios, los militares ocuparon las minas, apresaron a los dirigentes sindicales y clausuraron las radios mineras. 


Durante este año 1974 había sido elegida como representante sindical de los profesores de la facultad de ciencias y habíamos organizado, con la ayuda de los estudiantes, una huelga de hambre en apoyo a la que hacían los mineros. No participé directamente en la huelga (me excusaron porque tenía niños pequeños), pero estaba a cargo de la logística, buscando frazadas en préstamo y preparando litros y litros de mate.  



Los inicios de la biología

El departamento de biología fue creado en septiembre de 1972 como resultado de la reforma universitaria. Sus inicios fueron bastante difíciles: los profesores eran médicos, farmaceúticos, un dentista y un agrónomo, y cuando me incorporé al cuerpo docente en abril 1973, era la única bióloga. Para enseñar los cursos de biología general, histología o genética no había tanto problema, todo lo que era botánica estaba a cargo de Pepe Lorini, agrónomo, y yo me ocupaba de todo lo que era zoología.

Por otro lado, mis primeros alumnos eran normalistas que enseñaban en colegios secundarios y eran más viejos que yo. Poco a poco, el número de estudiantes aumentaría y los profesores hacían todo lo posible para satisfacer sus expectativas.



Después de un año la universidad compró por fin algunos microscopios y habíamos instalado un primer laboratorio en el medio piso debajo del decanato. Para eso habíamos pegado baldosas de vinilo en el piso, pintado las paredes y el techo y reparado unos viejos mesones que estaban tirados en los pasillos del la Facultad de Ingeniería y fueron “recuperados” por nuestros estudiantes.

Durante el año 1974, la universidad había organizado una reunión internacional del programa “El hombre y la biosfera” de la Unesco, en su capítulo 6, que trataba de la ecología de alta montaña. El Dr. Fili Hartmann quería presentar un proyecto acerca de las migraciones humanas en Bolivia, para estudiar la fisiología de los habitantes del altiplano que iban a colonizar las tierras bajas. El ministerio de agricultura presentó algo sobre pasturas de montañas. El departamento de biología también participó en estas reuniones, pero no presentó ningún proyecto o trabajo, éramos todavía muy nuevecitos.

Erika Geyger y Bárbara Ruthsatz, del Instituto de Geobotánica de la universidad de Göttingen, habían presentado un trabajo muy interesante acerca de la vegetación de alta montaña en el Norte de Argentina. Pepe Lorini y yo les hablamos acerca de nuestras ideas de proyectos, todavía muy poco maduros, y exploramos la posibilidad de obtener una cooperación de la universidad de Göttingen, por ejemplo obtener algo de literatura científica o una visita de un profesor alemán para organizar algún seminario. Erika y Bárbara hicieron conocer nuestros modestos deseos al Director de su Instituto, el ilustrísimo Herr Doktor Profesor Heinz Ellenberg, que había trabajado mucho en el Perú. Ellenberg se entusiasmó inmediatamente con la idea, a tal punto que propuso no solamente visitarnos sino crear un instituto de ecología completamente equipado en La Paz, con un financiamiento considerable de la cooperación técnica alemana. 

Tuvimos que esperar sin embargo para poder concretar este proyecto: los estudiantes de Göttingen, representados en el Senado de la universidad, se rehusaban a firmar acuerdo alguno con un país gobernado por el régimen dictatorial del general Banzer. Fue recién a fines de 1978, cuando los militares ya estaban cediendo terreno, que vimos llegar a La Paz a los primeros expertos alemanes, junto con un montón de material científico.
 

Poco a poco, el Instituto de Ecología creció y hasta tuvo críos. Cuando festejamos su treintavo aniversario en 2008, contaba con siete unidades de investigación y un centro de postgrado. Tenía 20 docentes investigadores a tiempo completo, pagados por la UMSA, 29 investigadores asociados o junior que dependían de proyectos específicos o de otras universidades, y 33 técnicos y administrativos. 

El Instituto había participado en la fundación de otras instituciones, ONGs ambientalistas y otras, como la Liga de Defensa del Medio Ambiente (LIDEMA) en 1985, el Centro de Datos para la Conservación (actualmente TROPICO), la Alianza Boliviana para la Conservación, el Fondo Nacional para el Medio Ambiente (FONAMA), la Fundación para el Desarrollo de la Ecología. Trabajaba con el Ministerio para el Medio Ambiente, el Sistema Nacional de Áreas Protegidas y el Museo Nacional de Historia Natural, entre otros.

La Ley del Medio Ambiente de 1992, la Ley del Instituto de Reforma Agraria y la nueva Ley Forestal (ambas de 1996) fueron redactadas con apoyo técnico del Instituto. Lamentablemente, la Ley de Protección de la Biodiversidad y la Ley de Parques Nacionales y Áreas Protegidas quedaron en proyecto desde entonces, y a pesar de los discursos de homenaje a la Madre Tierra del gobierno actual, hay muy poca posibilidad de que se aprueben alguna vez.

Las cosas no siempre caminaban bien: en noviembre 1979 y en julio 1980, mientras el país trataba de recuperar su democracia, se produjeron nuevos golpes militares. La ayuda alemana se interrumpió entre 1982 y 1988, con cierto desfase con los acontecimientos políticos, pero el Instituto pudo sobrevivir. Los expertos alemanes Erika, Stephan y Werner pudieron quedarse gracias a una contribución del DAAD. A mí me echaron de la universidad en 1980, junto con todas sus autoridades, a consecuencia del golpe de estado de Luis García Meza. Podría recuperar mi puesto de directora del instituto dos años más tarde, después de una estadía en Boston, en Estados Unidos. Pero ya les hablaré de esto en otro capítulo.

Viva la Naturaleza

Para nuestros estudiantes bolivianos, la novedad de contar con la ayuda alemana era enorme. Hasta no hace mucho tiempo, incluso muchos agrónomos eran mayormente profesionales de oficina, que dirigían sus asuntos desde sus escritorios del Ministerio de Agricultura en la avenida Camacho. 
 
Con la llegada de los investigadores alemanes, y más tarde de los biólogos americanos, ingleses, italianos, franceses, y hasta provenientes de Alaska y Nueva Zelandia que vendrían a visitar el Instituto de Ecología, se trataría de otra cosa: salir dos o tres días, o semanas, al campo, en una gran aventura, hacer colectas e inventarios de plantas y animales en los lugares de más difícil acceso de la Amazonia o de las alturas nevadas de la Cordillera… Las clases se podían dar lo mismo a 6000 metros de altura, como en una canoa, bajo la lluvia del trópico. La cooperación alemana nos había regalado tres vagonetas, las que sumarían miles de kilómetros en las carreteras y los peores caminos de Bolivia. 


Era un reto para los estudiantes participar en estas expediciones, catalogando, secando y montando plantas, preparando pieles y cráneos para las colecciones de historia natural, capturando arañas del tamaño de un puño, cavando huecos para estudiar el suelo, midiendo lluvias, insolación y vientos, o estudiando al microscopio ácaros, dafnias y rotíferos de agua dulce.

Lamentablemente no he podido participar muy a menudo en estos viajes y me tenía que limitar al Altiplano o los Yungas, más cerca de La Paz. En mi condición de madre de familia no podía alejarme por mucho tiempo o muy seguido. 

Además, como directora del instituto tenía que ocuparme de la administración, de elaborar proyectos para buscar financiamiento, trabajar en relaciones públicas y participar en incontables reuniones, a veces muy aburridas, otras veces algo más interesantes. 

Un buen sistema para aguantar estas reuniones interminables, fuera de tomar apuntes detallados como secretaria de actas – siempre me tocaba – era hacer dibujitos en los márgenes de la orden del día. Más tarde, una vez que tendría tiempo libre para ello, tomaría clases de dibujo y pintura en la Escuela de Bellas Artes para perfeccionarlos. 

También hacía trabajo de laboratorio en microbiología del suelo y escribía los libros de texto que me hubieran sido útiles cuando comenzaba mi carrera en Bolivia. Con los trabajos de edición de las publicaciones, tanto de la revista “Ecología en Bolivia” como de los numerosos libros escritos por mis colegas, se iría a constituir una biblioteca científica de excelente nivel, de la cual me siento muy orgullosa.
 

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