Después de una estadía de cuatro meses en Lima,
Perú, donde la Pontificia Universidad Católica había invitado a Juan Antonio a
dar un curso de economía a raíz del cierre de las universidades bolivianas,
volvimos a La Paz en diciembre de 1972. En ese momento el Perú estaba gobernado
por el general nacionalista Velasco Alvarado. La vida no era fácil. Teníamos
que comprar nuestros alimentos en un supermercado estatal, donde los anaqueles
estaban casi vacíos, aunque no tanto como en Venezuela hoy. Algunos días había
azúcar, otros, leche en polvo, a veces había salchichas en lata y otras veces
latas de porotos, pero nunca todo esto junto. El chino de la esquina tenía a veces
unos cuantos huevos. La venta de carne era vedada durante dos semanas de cada mes
porque se destinaba a la exportación y cuando había pollo, ése tenía sabor a
pescado. Tampoco había pescado en el mar, porque la corriente de Humboldt se
había alejado demasiado de la costa. Unos enormes y sucios pelícanos caminaban
por las calles, buscando comida en los basureros. Era la famosa “crisis de la
anchoveta”, los pescadores estaban en huelga y no salían del puerto de Callao.
Todo estaba húmedo en el pequeño departamento
de Miraflores y veíamos el sol durante unos diez minutos cada día, a las cinco
de la tarde, por lo que corríamos hasta un parquecito cercano para atrapar
algunos rayos. Adriana, que tenía sólo unos meses, disfrutaba mucho de su
estadía porque le encantaba el helado – este sí se conseguía siempre en el famoso
Haití de Miraflores– y pasear en su cochecito al borde del mar. La gente que la
veía con sus inmensos ojos azules me decían “Qué bonito este cholo…” e Isabel,
muy seria y hermana mayor, los corregía: “No es un cholo, es mujercita”.
A nuestra vuelta a La Paz nos mudamos a un
departamento más amplio, también en Sopocachi, pero en lo alto de la empinada calle
Rosendo Gutiérrez, un poco antes de llegar a la Jaimes Freyre. Costaba un poco
llegar allí arriba, especialmente mientras estaba esperando a mi hijo Esteban. Era
relativamente cerca de la plaza España, una bonita plaza con el monumento de
Miguel Cervantes al medio y juegos para los chicos. A Isabel y Adriana les
gustaba mucho el lugar, al igual que la plaza Abaroa.
Poco a poco las cosas empezaban a normalizarse
en La Paz. La represión banzerista había amainado un poco, pero todavía se
veían paramilitares armados circulando por las calles y se oía hablar a menudo
de personas conocidas que fueron arrestadas o exiliadas. La vida seguía, a pesar de todo.
Desde los primeros meses de 1973, tanto Juan
Antonio como yo habíamos conseguido trabajo en la UMSA, él en matemáticas y yo
en biología, en la recién abierta, totalmente nueva Facultad de Ciencias Puras
y Naturales. La facultad se albergaba en el edificio viejo de la universidad,
detrás del monoblock, de hecho este edificio fue anteriormente una academia
militar. Tenía largas galerías de madera en cada piso y unas gradas tan
gastadas que estaban completamente huecas y deformadas. Las salas de la planta
baja estaban divididas en su altura para formar oficinas y laboratorios, de
modo que las personas un poco altas se golpeaban la cabeza con las lámparas. En
los pisos más arriba, donde estaban las aulas, había huecos considerables en el
piso. Profesores y estudiantes hacían lo posible para salir adelante con los
pocos medios disponibles.
En octubre de 1972, mientras estábamos todavía
en Lima, el gobierno de Banzer había devaluado la moneda en un 67%. En el mismo
decreto de la devaluación, se congelaban los salarios. El costo de vida había
aumentado fuertemente y los paceños se habían movilizado para protestar. A
nuestro retorno del Perú veíamos en todas partes el eslogan “El hambre no
espera, todos a San Francisco”, con
el cual se había convocado a la marcha, la cual fue por supuesto violentamente
reprimida. Cuando en el mes de enero del año siguiente quería comprar huevos en
la tienda, me daban apenas dos huevos con lo que costaba antes una docena.
El perfil de las montañas refleja S = la curva de salarios; A = el precio de los alimentos. |
Sin embargo, no todos los militares estaban
contentos con el régimen de gobierno. El 5 de enero de 1974, el regimiento de
blindados del Alto, el Tarapacá, se sublevó contra el presidente Banzer, bajo
el mando de Gary Prado y Raúl López Leytón. Esta noche llegaron a ocupar el
cuartel general del ejército en Miraflores y se dirigían hacia el palacio de
gobierno.
A las cuatro de la mañana, nos despertó una
intempestiva llamada telefónica de Juan Carlos Navajas. “Vengan inmediatamente
a la Plaza Murillo, los tanques del Tarapacá están echando abajo la puerta del
Palacio Quemado, hemos podido liberar a Jaime Paz (que estaba encerrado en las
celdas del DOP, Departamento de Orden Político). Todo el mundo tiene que venir
a apoyar a los militares rebeldes y pedir la renuncia de Hugo Banzer”.
Nosotros no somos muy amantes de los militares,
incluyendo a los de izquierda, así que no fuimos. Al final, este intento de
golpe fue un fracaso: el resto de la fuerzas armadas se mantuvieron leales a
Banzer y el único resultado positivo de la asonada fue la liberación de Jaime
Paz, dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que se asiló en una
embajada y pudo salir del país.
Pocos días después, el 20 de enero de 1974,
Banzer decretó nuevas medidas económicas: eliminaba los subsidios de los
alimentos de base, harina, azúcar, arroz, aceite y fideos, cuyos precios
subieron más del 100%. El precio de la carne se triplicó. En reacción a estas
medidas, los campesinos de los valles de Cochabamba iniciaban un bloqueo de
caminos. Oficialmente, la represión causó 13 muertos, 10 heridos y 21 presos,
pero de acuerdo a la Asamblea de Derechos Humanos había producido entre 80 y
100 muertos o desaparecidos.
Banzer acusó los “comunistas foráneos” de haber
incitado a los campesinos de Epizana a esta protesta e hizo el muy famoso
discurso en el cual pedía a los campesinos acabar ellos mismos con los “extremistas
del trapo rojo”, y les daba “permiso para matar”. Al mismo tiempo que el precio
de los alimentos también había subido el precio de los minerales, pero los
mineros no veían ninguna mejora en sus magros salarios, todo el beneficio se
iba al estado. Cuando los mineros de COMIBOL exigieron aumentos de sus
salarios, los militares ocuparon las minas, apresaron a los dirigentes
sindicales y clausuraron las radios mineras.
Durante este año 1974 había sido elegida como
representante sindical de los profesores de la facultad de ciencias y habíamos
organizado, con la ayuda de los estudiantes, una huelga de hambre en apoyo a la
que hacían los mineros. No participé directamente en la huelga (me excusaron
porque tenía niños pequeños), pero estaba a cargo de la logística, buscando
frazadas en préstamo y preparando litros y litros de mate.
Los inicios de la biología
El departamento de biología fue creado en
septiembre de 1972 como resultado de la reforma universitaria. Sus inicios
fueron bastante difíciles: los profesores eran médicos, farmaceúticos, un
dentista y un agrónomo, y cuando me incorporé al cuerpo docente en abril 1973,
era la única bióloga. Para enseñar los cursos de biología general, histología o
genética no había tanto problema, todo lo que era botánica estaba a cargo de
Pepe Lorini, agrónomo, y yo me ocupaba de todo lo que era zoología.
Por otro lado, mis primeros alumnos eran normalistas
que enseñaban en colegios secundarios y eran más viejos que yo. Poco a poco, el
número de estudiantes aumentaría y los profesores hacían todo lo posible para
satisfacer sus expectativas.
Después de un año la universidad compró por fin
algunos microscopios y habíamos instalado un primer laboratorio en el medio
piso debajo del decanato. Para eso habíamos pegado baldosas de vinilo en el
piso, pintado las paredes y el techo y reparado unos viejos mesones que estaban
tirados en los pasillos del la Facultad de Ingeniería y fueron “recuperados”
por nuestros estudiantes.
Durante el año 1974, la universidad había
organizado una reunión internacional del programa “El hombre y la biosfera” de
la Unesco, en su capítulo 6, que trataba de la ecología de alta montaña. El Dr.
Fili Hartmann quería presentar un proyecto acerca de las migraciones humanas en
Bolivia, para estudiar la fisiología de los habitantes del altiplano que iban a
colonizar las tierras bajas. El ministerio de agricultura presentó algo sobre
pasturas de montañas. El departamento de biología también participó en estas
reuniones, pero no presentó ningún proyecto o trabajo, éramos todavía muy
nuevecitos.
Erika Geyger y Bárbara Ruthsatz, del Instituto
de Geobotánica de la universidad de Göttingen, habían presentado un trabajo muy
interesante acerca de la vegetación de alta montaña en el Norte de Argentina.
Pepe Lorini y yo les hablamos acerca de nuestras ideas de proyectos, todavía
muy poco maduros, y exploramos la posibilidad de obtener una cooperación de la
universidad de Göttingen, por ejemplo obtener algo de literatura científica o
una visita de un profesor alemán para organizar algún seminario. Erika y
Bárbara hicieron conocer nuestros modestos deseos al Director de su Instituto,
el ilustrísimo Herr Doktor Profesor Heinz Ellenberg, que había trabajado mucho
en el Perú. Ellenberg se entusiasmó inmediatamente con la idea, a tal punto que
propuso no solamente visitarnos sino crear un instituto de ecología
completamente equipado en La Paz, con un financiamiento considerable de la
cooperación técnica alemana.
Tuvimos que esperar sin embargo para poder
concretar este proyecto: los estudiantes de Göttingen, representados en el
Senado de la universidad, se rehusaban a firmar acuerdo alguno con un país
gobernado por el régimen dictatorial del general Banzer. Fue recién a fines de
1978, cuando los militares ya estaban cediendo terreno, que vimos llegar a La
Paz a los primeros expertos alemanes, junto con un montón de material
científico.
Poco a poco, el Instituto de Ecología creció y
hasta tuvo críos. Cuando festejamos su treintavo aniversario en 2008, contaba
con siete unidades de investigación y un centro de postgrado. Tenía 20 docentes
investigadores a tiempo completo, pagados por la UMSA, 29 investigadores
asociados o junior que dependían de proyectos específicos o de otras
universidades, y 33 técnicos y administrativos.
El Instituto había participado en la fundación
de otras instituciones, ONGs ambientalistas y otras, como la Liga de Defensa
del Medio Ambiente (LIDEMA) en 1985, el Centro de Datos para la Conservación
(actualmente TROPICO), la Alianza Boliviana para la Conservación, el Fondo
Nacional para el Medio Ambiente (FONAMA), la Fundación para el Desarrollo de la
Ecología. Trabajaba con el Ministerio para el Medio Ambiente, el Sistema
Nacional de Áreas Protegidas y el Museo Nacional de Historia Natural, entre
otros.
La Ley del Medio Ambiente de 1992, la Ley del
Instituto de Reforma Agraria y la nueva Ley Forestal (ambas de 1996) fueron
redactadas con apoyo técnico del Instituto. Lamentablemente, la Ley de
Protección de la Biodiversidad y la Ley de Parques Nacionales y Áreas
Protegidas quedaron en proyecto desde entonces, y a pesar de los discursos de
homenaje a la Madre Tierra del gobierno actual, hay muy poca posibilidad de que
se aprueben alguna vez.
Las cosas no siempre caminaban bien: en
noviembre 1979 y en julio 1980, mientras el país trataba de recuperar su
democracia, se produjeron nuevos golpes militares. La ayuda alemana se interrumpió
entre 1982 y 1988, con cierto desfase con los acontecimientos políticos, pero
el Instituto pudo sobrevivir. Los expertos alemanes Erika, Stephan y Werner
pudieron quedarse gracias a una contribución del DAAD. A mí me echaron de la
universidad en 1980, junto con todas sus autoridades, a consecuencia del golpe
de estado de Luis García Meza. Podría recuperar mi puesto de directora del
instituto dos años más tarde, después de una estadía en Boston, en Estados
Unidos. Pero ya les hablaré de esto en otro capítulo.
Viva la Naturaleza
Para nuestros estudiantes bolivianos, la
novedad de contar con la ayuda alemana era enorme. Hasta no hace mucho tiempo,
incluso muchos agrónomos eran mayormente profesionales de oficina, que dirigían
sus asuntos desde sus escritorios del Ministerio de Agricultura en la avenida
Camacho.
Con la llegada de los investigadores alemanes,
y más tarde de los biólogos americanos, ingleses, italianos, franceses, y hasta
provenientes de Alaska y Nueva Zelandia que vendrían a visitar el Instituto de
Ecología, se trataría de otra cosa: salir dos o tres días, o semanas, al campo,
en una gran aventura, hacer colectas e inventarios de plantas y animales en los
lugares de más difícil acceso de la Amazonia o de las alturas nevadas de la
Cordillera… Las clases se podían dar lo mismo a 6000 metros de altura, como en
una canoa, bajo la lluvia del trópico. La cooperación alemana nos había
regalado tres vagonetas, las que sumarían miles de kilómetros en las carreteras
y los peores caminos de Bolivia.
Era un reto para los estudiantes participar en
estas expediciones, catalogando, secando y montando plantas, preparando pieles
y cráneos para las colecciones de historia natural, capturando arañas del
tamaño de un puño, cavando huecos para estudiar el suelo, midiendo lluvias,
insolación y vientos, o estudiando al microscopio ácaros, dafnias y rotíferos
de agua dulce.
Lamentablemente no he podido participar muy a
menudo en estos viajes y me tenía que limitar al Altiplano o los Yungas, más
cerca de La Paz. En mi condición de madre de familia no podía alejarme por
mucho tiempo o muy seguido.
Además, como directora del instituto tenía que
ocuparme de la administración, de elaborar proyectos para buscar
financiamiento, trabajar en relaciones públicas y participar en incontables
reuniones, a veces muy aburridas, otras veces algo más interesantes.
Un buen sistema para aguantar estas reuniones
interminables, fuera de tomar apuntes detallados como secretaria de actas – siempre
me tocaba – era hacer dibujitos en los márgenes de la orden del día. Más tarde,
una vez que tendría tiempo libre para ello, tomaría clases de dibujo y pintura
en la Escuela de Bellas Artes para perfeccionarlos.
También hacía trabajo de laboratorio en
microbiología del suelo y escribía los libros de texto que me hubieran sido
útiles cuando comenzaba mi carrera en Bolivia. Con los trabajos de edición de
las publicaciones, tanto de la revista “Ecología en Bolivia” como de los
numerosos libros escritos por mis colegas, se iría a constituir una biblioteca
científica de excelente nivel, de la cual me siento muy orgullosa.
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