Mi infancia en Bélgica fue bilingüe. En Flandes de la mitad del siglo
pasado las cosas eran muy simples, las familias burguesas hablaban francés,
desde siempre.
Hablábamos flamenco en la escuela, con las sirvientas, con las
vendedoras de las tiendas de San Nicolás y con nuestros vecinos granjeros,
donde íbamos a comprar la leche, la mantequilla, los huevos y ayudábamos a
cosechar las papas. Recién en los años 1950 se empezó a insistir en las
escuelas con el “Algemeen Beschaafd Nederlands” (literalmente: neerlandés
general civilizado, una mezcla artificial de holandés y flamenco), para
reemplazar a los miles de dialectos locales, y se iniciaron las
reivindicaciones nacionalistas flamencas.
Entre los hermanos en mi familia todo esto resultaba en una mezcla bien
particular, ya que todas las palabras ligadas con la escuela se decían en
neerlandés y todo lo que tenía que ver con la casa estaba en francés.Mis hijos han hecho lo mismo, mezclando esta vez el francés y el
español; o, mientras vivíamos en Estados Unidos, el francés, el español y el
inglés.
Una ciudad provinciana
San Nicolás era una ciudad pequeña y contaba entonces con unos 40.000
habitantes. Fuera de tener una plaza principal de gran tamaño, “la más grande
de Bélgica”, que servía de mercado los jueves y de parqueo los demás días de la
semana, no presentaba muchos atractivos.
Todavía la ciudad tenía entonces algunos remanentes de industria textil,
las famosas “bonneteries”, donde se tejían poleras, vestidos de jersey y
calcetines, pero actualmente es un gran centro comercial y escolar para la
región y un centro hospitalario para una población avejentada.
Entre los eventos festivos anuales de la ciudad había que contar la
llegada del santo preferido de los niños belgas y holandeses, desembarcando de
un helicóptero unos días antes de su fiesta del 6 de diciembre, y la gran
competencia de globos y montgolfieres el primer domingo de septiembre.
San Nicolás, patrono de la ciudad, está acompañado en el escudo por un
nabo de tamaño descomunal, símbolo de la producción agrícola de la región,
conocida como el País de Waes, es decir el país del lodo, donde dichos nabos
crecen a gusto.
Lecturas
Aprendí primero a leer en neerlandés, luego en
francés. Como no íbamos al kínder, mi mamá nos enseñaba a leer y escribir,
usando un cuaderno en el cual había hecho unos dibujitos y algunos collages, escribiendo el nombre
abajo para que lo copiemos: koe, la vaca, moe, cansado, después un poco más
complicado: stoel, la silla, bloem, una flor, boek, un libro (pronunciar como
“book” en inglés). De este modo nos preparaba en casa para entrar directamente a la escuela
primaria.
Recién cuando estuvo en tercero, a los ocho
años, mis papás me dieron permiso para
leer libros en francés. La idea por supuesto fue no crear confusiones de ortografía, cosa que agradezco. Desde
entonces se me abrió el mundo.
El enorme armario de roble del escritorio tenía
dos compartimientos: en el de arriba estaban apilados los libros para los
adultos, en el de abajo los libros para niños, especialmente los de la
“Biblioteca Rosada”, con los libros de Sofía Rostopchine, condesa de Segur
(1799-1874): Memorias de un Asno, Un Buen Diablillo, Las Desgracias de Sofía,
Las Niñas Modelo, Vacaciones, El General Dourakine y muchos otros. Los
devoraba a pesar de su olor a viejo y sus costumbres de otros tiempos.
También había antiguas versiones en forma de
viñetas con texto debajo, de los cuentos de los hermanos Grimm y de Perault o
la espeluznante historia de un niño que no quería comerse la sopa y – ya que no
crecía – fue enterrado en la sopera.
Más tarde vendrían los libros, grandes y
pesados, de las primeras ediciones de Julio Verne. Mi preferido era la Isla
Misteriosa, Matías Sandorf fue mi iniciación a la política revolucionaria y, mientras Michel Strogoff me
hacía llorar a mares, la Vuelta al Mundo en 80 Días me hacía soñar.
En
ediciones más contemporáneas llegarían los clásicos Robinson Crusoe, La Isla
del Tesoro de Stevenson y otras historias de piratas, Ivanhoe y Robín Hood.
Como buenos niños belgas, también teníamos el abono a
las revistas semanales Tintín y Spirou, pero jamás vimos historietas americanas. Cada vez
que salía un nuevo álbum de Tintín, mi papá lo compraba pero tenía el
privilegio de leerlo primero. Otro fenómeno muy belga eran los álbumes de Suske
y Wiske, que solamente se pueden leer en flamenco porque la versión francesa
(Bob y Bobette) perdió toda su gracia, ya que las historietas originales estaban llenas de
expresiones en dialecto y de juegos de palabras. Las versiones modernas tampoco
sirven, porque se depuró el lenguaje del flamenco al neerlandés, quedando los chistes totalmente sosos.
Los espectáculos
El hecho de ser ocho hermanos nos permitía
formar nuestra propia tropa de actores. En particular, nuestra ópera cómica “La Bella Elena”
fue un éxito total. Preparada con mucho esmero, probablemente para la fiesta de
mi padre un 26 de diciembre, habíamos construido un bello escenario con cajas
de cartón pintadas para representar las murallas de la trágica Ilión, y había
un caballo de Troya hecho con un par de sillas recubiertas con una sábana, del
cual surgía de repente el ejército griego, quiero decir mi hermana Anne.
Los
actores y los figurantes disfrazados de griegos y troyanos cantaban a viva voz,
pero Priamo y Aquiles no se podían entender, por el hecho de que uno cantaba en francés y el
otro en flamenco. Buena alegoría. El espectáculo fue magnífico. No sé si hice bien mi
parte de Elena, era demasiado pequeña como para tener que cantar gran cosa.
Jugar al teatro o fabricar cabezas de títeres de papel
maché era una de las ocupaciones para el invierno. Muchas de estas actividades
se hacían en el desván, donde mi hermano Jacquot había instalado un teatro de
títeres entre las grandes vigas del techo. En este mismo lugar mi mamá almacenaba
las manzanas y las peras de la huerta durante el invierno, lo que perfumaba
todo el ambiente – excepto cuando había una manzana podrida que, ya lo dice el
proverbio, contagia a las demás.
En verano y cuando el tiempo era bueno
organizábamos sesiones de circo a las cuales invitábamos los amiguitos del
vecindario. La mayoría de la veces empero, los animales que habíamos entrenado
con paciencia durante días no querían obedecer y se escapaban, y el público se
reía mucho menos con las bromas de los payasos que con las caídas de los
acróbatas.
Hubo incluso un día un desfile de modas en el
garaje (llovía sin duda ese día), durante el cual se presentaron los trajes de
los grandes personajes de la historia universal, mientras que un narrador hacía
comentarios irónicos y divertidos. Por lo menos ésa era la intención, pero no
hubo muchas carcajadas entre los asistentes. Parece no más verdad que la
comedia es más difícil que la tragedia.
Las tareas de la casa
Por supuesto, no había teatro o circo todos los días. Una
buena parte del tiempo, cuando no estábamos en la escuela, se pasaba en la cocina. Teníamos que ayudar a la cocinera María a pelar arvejas y raspar
zanahorias, secar los platos de la numerosa familia o planchar servilletas y
pañuelos, es decir las cosas pequeñas y cuadradas, las más fáciles de planchar.
María hacía funcionar su radio a todo volumen y todos cantábamos de
memoria las cancioncitas melindrosas que ella escuchaba a lo largo de la
jornada. Una de las más trágicas era acerca de una pobre niña, que había rogado
a sus padres (más pobres todavía), a lo largo de muchas estrofas, que le compren
una pelota. Cuando finalmente le pueden cumplir el deseo, la niña se va a jugar
a la calle feliz con su pelota y se hace atropellar con un auto, con golpe de freno y todo. Se lo pueden imaginar.
En las demás canciones, se trataba de soldados haciendo guardia y pensando en
su novia y cosas por el estilo.
Mi madre cocinaba muy rico y nos enseñó a todos, también a los varones.
Algunos de sus recetas venían de varias generaciones atrás y estaban escritas
con linda letra en un cuaderno de tapas negras. Allí se hablaba de seis docenas
de huevos, de litros de nata y de kilos de mantequilla, cosas que nadie sería
capaz de digerir actualmente.
En la gran cocina, buena parte de las verduras venía directamente del
jardín, mientras que el pan y la carne llegaban a domicilio traídos por el
panadero y el carnicero. Otras cosas íbamos a comprar en bicicleta a las
tiendas del barrio, "Het Zonneke" (el pequeño Sol) o "De Raap" (el Nabo). Mi madre tenía su bicicleta equipada con dos grandes bolsas
a cada lado, que le servían para hacer el mercado el jueves en la ciudad.
También eran útiles para el transporte de niños, sentados en el porta-equipaje
y con un pie metido en cada bolsa.
Todos andábamos en bicicleta, tanto para ir a la escuela como para otras actividades, como la natación o las reuniones de scouts.
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