jueves, 4 de septiembre de 2014

Una familia numerosa



Presentación de una familia

“Ave María, llena eres de gracia”… todos recitan en coro. Son las nueve cuando Etienne Belpaire reúne a su familia para las cotidianas oraciones de la noche. Etienne desgrana su rosario, sentado en un profundo sillón de terciopelo rojo, un poco desteñido, su esposa Elisabeth (Lili) está sentada en el otro sillón paralelo, un poco más pequeño, al otro lado de la chimenea donde arde la estufa “Belpaire” (la felicidad en la casa, dice la marca). Los niños se amontonan en el sofá al frente o cuando éste no alcanza, se sienten en las sillas antiguas tapizadas de cuero y de alto espaldar. En las esquinas más alejadas hay dos sillones de obispo en los cuales nadie se siente porque son duros e incómodos. Solamente mi abuela materna, cuando muy rara vez viene de visita, los prefiere debido a sus fuertes reumatismos.



Hace calor en el salón, donde las dos grandes vitrinas observan desde lo alto a la familia. Allí se exhiben los pequeños recuerdos de viaje y la vajilla adornada que nunca se usa y que proviene de alguna herencia lejana. El reloj de pared mezcla su ruidoso tic-tac con las voces que recitan quedamente. Una pequeña fotografía de mi hermana Pierrette, fallecida a los dos años, nos mira tranquila desde su marco de plata, colocado en el reborde de la vitrina.

La mesita de centro, donde los domingos se sirve el oporto o el sherry, es por cierto centenaria y muestra en cada esquina una cabeza de león que mantiene un gran aro de cobre en la boca. Se convirtió en mesa baja de salón, cuando mi padre cortó sus cuatro patas a la mitad, de manera irrespetuosa pero experta. Del mismo conjunto de muebles con leones y anillos forman parte las vitrinas y la mesa extensible que se encuentra cerca de las ventanas. 

Esa mesa sirve para las grandes ocasiones, cuando todos los tíos y tías, primos y primas son invitados para celebrar un matrimonio, un bautizo o une primera comunión. Se coloca entonces en el hall de entrada o atravesando el salón y el escritorio, abriendo de par en par las puertas acristaladas que separan los dos ambientes. Los días ordinarios, reducida a su tamaño más pequeño, la mesa sirve para jugar monopolio o dominó, a las cartas, u otros juegos de sociedad.

No están siempre presentes todos los hermanos para el rosario. Las dos hijas mayores, Anne y Nénette, están estudiando en Bruselas en un pensionado de monjas, y vuelven a casa para los fines de semana o en vacaciones.  


De izquierda a derecha: François, Jacques (Jacquot) con la pequeña Marthe en los brazos, Cécile,
Marie Antoinette (Nénette), Christine, Anne y Etienne (Tiennot)


Rayuela


Ninkeldeninkelke (Saltar-de-una-pata, o Rayuela) fue mi primera amiga y vivía dentro de la pared que separaba el dormitorio de un pequeño cuarto de aseo. Teníamos las dos largas conversaciones antes de dormir, siempre tenía ella buenas ideas y comentarios interesantes acerca de lo que había ocurrido durante el día. En general sólo hablábamos, o a veces cantábamos muy bajito, para no despertar a mis hermanitas Christine y Marthe que dormían en la misma habitación.

No podíamos jugar muchos otros juegos, porque ella era mi gemela imaginaria. A veces me pregunto si antes de nacer no habría tenido una hermana, embrionaria pero de verdad, que nunca se pudo desarrollar. Por supuesto no lo puedo saber.
En la misma pared había también un gran hipopótamo, cuya piel estaba formada por el papel tapiz floreado del cuarto. Me asustaba con sus ojos salientes y abría sus enormes fauces para tragarme. Su cabeza salía del muro y su piel ondulaba ligeramente mientras se acercaba a mi cama, al otro lado de la pieza. Mi única defensa era entonces dejarme tragar por el monstruo justo antes de dormirme, apretando fuerte los ojos y los puños. Al fondo de la garganta de la bestia había una reja abierta que daba paso a un hermoso jardín, donde las flores volaban como mariposas y las aves tenían todos los colores de las flores. He vuelto a tener este mismo sueño muchas veces pero nunca encontré a Ninkeldeninkelke en el jardín de la pared.


Otro sueño, o más bien una pesadilla, que se repitió a intervalos de varios días, me asustaba mucho más. Lo extraño es que todo parecía muy real, como si fuera algo que hubiere ocurrido en la vida de otra persona, o me hubiera ocurrido a mí en otra vida. Soñé lo mismo unas diez veces.


Caminaba por mi calle, donde a cada lado los grandes árboles todavía llevaban pintada la palabra “JA” (sí) de la cuestión real belga. Les explico: después de la guerra 1940-45, los belgas tuvieron que decidir si aceptaban el regreso del rey Leopoldo III, a quien se le reprochaba haber firmado una tregua con los alemanes. El ejército belga no pudo parar el “blitzkrieg” que lo tomó de sorpresa, ya que Bélgica era entonces un país neutro. El rey se vio obligado a pedir asilo en Suiza con su familia. A pesar de haber ganado el “sí” a favor de su regreso, Leopoldo abdicó a favor de su hijo Balduino como un gesto de conciliación.  

En mi sueño todo era oscuro y hacía un frío espantoso. A los lados de la calle estaban tirados los cadáveres grises y congelados de personas muertas por la hambruna y el frío: primero una viejita menuda, luego un hombre que se había caído de su bicicleta, más allá otros que no distinguía muy bien por la espesa niebla.

Es cierto que en esa época la gente hablaba a menudo de las privaciones vividas durante la guerra, pero no creo que haya habido jamás situaciones así en mi ciudad y mucho menos en mi calle. No sé si estaba demasiado impresionada por mis lecturas o por lo que mis padres – discretos sin embargo – nos contaban. No teníamos televisor en esta época, donde vemos ahora cada día escenas espantosas que ya ni nos conmueven. Pero todo parecía tan real, y sabía tan bien lo que iba a encontrar luego, que a lo mejor yo estaba soñando en lugar de uno de los muertos, caídos allá en mi calle.

Enfermedades infantiles

Los cuatro pequeños de la familia se habían enfermado juntos de sarampión y nos habían puesto todos en el mismo cuarto. Nos divertíamos muchísimo. Nos regalaban cuentos, libros para colorear y papá nos hacía reír con sus cuentos y las canciones que inventaba. Cada vez que venía el médico a vernos, lo que era todos los días, recomendaba a mi mamá de su gruesa vez  “tienen que tomar mucho líquido”. Era su remedio infalible para cualquier mal.



Inmediatamente después del sarampión mis tres hermanitos cayeron con coqueluche (tos ferina). Como ya la tuve antes, no me enfermé, pero no podía tampoco ir a la escuela por el peligro de contagio. Tuve cuatro semanas de vacaciones extra y lo mejor de todo, es que las pasamos en la casa de vacaciones de mi abuela, en la costa. Me iba a jugar solita a la playa, mientras que los demás me miraban por la ventana. Poco después a Tiennot le dio escarlatina, pero esta vez quedó totalmente aislado en su cuarto durante seis semanas y solamente mi mamá podía ir a verlo.  

Además de tomar mucho líquido, otro remedio para los dolores de garganta era hacerse pintar las amígdalas con un hisopo bañado en azul de metileno. Hacía cosquillas de lo más desagradables, nos daba arcadas, pero era divertido ver como después el pipí salía de un lindo verde esmeralda. En invierno, para estimular nuestras defensas, mi mamá nos administraba cada noche una cucharada de aceite de bacalao antes de mandarnos a la cama con un beso y una crucecita marcada con el pulgar en la frente de cada niño. El horrible sabor a sardinas nos acompañaba toda la noche.

Ya les conté que me enfermé de tuberculosis antes de cumplir el año. Para que me pueda sanar, mis padres habían hecho la promesa a la virgen de vestirme siempre de celeste hasta los siete años. Sin más explicación, me decían que el azul celeste (color de María) era para las niñas y el color rosado (más parecido al rojo, por el Sagrado Corazón de Jesús) para los niños varones. Me crearon una gran confusión.

A los siete u ocho años estaba anémica y no me gustaba para nada comer. El médico esta vez había prescrito hígado crudo, con un poco de azúcar morena, si no lo podía tragar. 

Mis padres decidieron curar mi falta de apetito con medidas extremas: me hicieron quedar en la escuela al medio día para comer lo que preparaban las monjas, junto con las compañeritas del campo que no volvían a su casa a medio día, porque vivían demasiado lejos. El suplicio sólo duró un semestre: los almuerzos del colegio eran tan malos, que prometí vaciar siempre mi plato hasta la última migaja si me dejaban volver a casa.

Me acuerdo particularmente del pudín de vainilla con fideo incluido y del viscoso arroz con leche, al que odio para siempre. También me acuerdo que la primera semana me habían mandado a la escuela con un babero, como si fuera todavía un bebé, y que me moría de vergüenza porque las otras niñas tenían servilletas de mayorcitas.  

Gracias a esta historia empecé a comer de todo y a vaciar siempre mi plato como lo había prometido, con el lamentable resultado de tener ahora unos veinte kilos de más. Solamente estuve delgada durante mis años universitarios, cuando gastaba el dinero de mis comidas en la compra de novelas de bolsillo. Los kilos volvieron raudamente con mis embarazos, y también porque a mi marido le gustan las buenas comidas y a mí cocinarlas. Ambos somos unos comelones. 

La fábrica

Me acuerdo bastante bien de la fábrica de mi padre en la Calle del Placer (Plezantstraat) de San Nicolás. No sé por qué la calle tiene este nombre, ya que no hay allí nada muy divertido. Cuando estuve en primer año de primaria, solamente tenía que cruzar la calle al salir de la escuela para encontrarme con mi papá en la fábrica. Al mediodía nos llevaba a casa en auto con mi hermano mayor, Jacquot, quien tenía un ligero atraso mental y trabajaba en la fábrica como ayudante de almacenero. Los más pequeños todavía no iban a la escuela y los mayores se trasladaban al colegio en bicicleta. 

Cuando mi padre estaba ocupado y tenía que terminar algún asunto, los obreros me dejaban corretear a mi gusto por los talleres donde se fabricaban las cocinas y las estufas a carbón. Había grandes prensas que cortaban y agujereaban las láminas de acero, otras que doblaban las piezas. Uno de los obreros pintaba delicadas florecitas o figuras geométricas sobre las puertas de las cocinas campesinas, otro manejaba los grandes baños para niquelar o cromar las agarraderas y otros adornos. 


Me acuerdo más que todo del ruido de los golpes de prensa y del olor punzante de los baños metálicos. Algunas veces, cuando el camión no estaba viajando, haciendo entregas a las tiendas, el chofer me dejaba subir a la cabina y agarrar el gran volante grasiento. Me sentía como todo un as de la ruta.

El año siguiente la fábrica fue trasladada fuera de la ciudad, a un pueblo llamado Heiken, a medio camino entre San Nicolás y Lokeren, ciudad de mi abuela, por lo que tenía que volver a casa en bicicleta, bajo el cuidado de mi hermano François.  

Se requería más espacio para la fabricación, a medida que se diversificaba la oferta de productos. Además de las cocinas campesinas, conocidas también como cocinas de Lovaina, que se podían encontrar en todas las granjas de Bélgica y que servían al mismo tiempo de calefacción, para calentar agua y cocinar, para secar los zapatos y calentar las pantuflas, y de refugio preferido por los gatos, se iban a producir también estufas a kerosene y luego empezaría el montaje de aparatos domésticos de línea blanca, cuyas piezas llegaban de Milán. Había ahora dos camiones grandes para distribuir el material a las tiendas y la producción incluía cocinas modernas a gas y refrigeradores. Cada vez que papá viajaba a Italia para hablar con sus proveedores, volvía con un gran panetón, especialidad milanesa, en una linda caja celeste y dorada.  

Un día, creo que fue un primero de diciembre, fiesta de San Eloy, patrón de todos los que trabajan con metales, el proveedor de hierro fundido invitó a toda la familia a su pueblo en Walonia. Durante el  almuerzo, la banda municipal hizo una parada delante de la puerta del industrial y no se quiso ir – ni parar de tocar – hasta que cada uno de los músicos hubiera recibido varios traguitos.


De izquierda a derecha: Nénette, Christine, François, Anne, Cécile, Jacquot (adelante),
Tiennot (atrás), Elisabeth y Etienne.
Si menciono ese día en especial, es porque nos sacaron una foto a toda la familia, probablemente la única donde aparecemos casi todos. Solamente la más pequeña, Marthe, todavía estaba oculta bajo el abrigo de mi mamá, e iba a nacer exactamente un mes después.



No hay comentarios:

Publicar un comentario