Regreso
Luego de nuestra estadía de dos años en Boston
y el nacimiento de Joaquín, yo había retomado en octubre 1984 mi trabajo como
directora del Instituto de Ecología de la UMSA. Juan Antonio daba clases de
economía en la Universidad Católica Boliviana y dirigía el Instituto de
Investigaciones Socio-económicas, junto con Salvador Romero.
Docentes de la Universidad Católica con Mgr Genaro Prata |
Isabel tenía ahora quince años, Adriana doce y
Esteban nueve. Los tres mayores estaban estudiando en el Colegio
Franco-boliviano. Ya les conté en otro capítulo acerca de la hiperinflación de este
periodo y de los problemas políticos durante el gobierno de Siles Suazo y la
UDP. Muy a menudo había huelga de los transportistas y los chicos tenían que volver
a pie o haciendo dedo, para subir la cuesta de Cota-Cota y llegar a casa.
Mientras yo estaba en el trabajo, Joaquín
quedaba a cargo de nuestra empleada, Lucy, quien también se ocupaba de una
sobrinita huérfana, que venía con ella a la casa y cuyo nombre no me puedo
acordar ahora. Toda la familia de Lucy consideraba nuestra casa más o menos como
un segundo hogar.
Su hermana menor, Daisy, venía a limpiar dos veces por semana
y sus sobrinos René y Tito lavaban los vidrios, trabajaban a veces en el jardín
o enceraban los pisos, por supuesto contra pago. Este sistema un poco
complicado funcionaba sobre todo como un seguro contra robos. René y Tito eran
conocidos en el barrio como amigos de lo ajeno, pero no robaban en mi casa por
respeto a su tía Lucy, que los mantenía a todos.
Habíamos en estos años intentado establecer una
huerta para cultivar algunas verduras, pero
no tuvimos mucho éxito: las hormigas comían los brotes de las plantas apenas
salían del suelo, especialmente de las arvejas, y nuestros perros Platón y
Aristóteles cosechaban los coliflores cuando apenas empezaban a formar sus
cabecitas, dejando intactas las hojas alrededor, para ocultar sus fechorías.
Tuvimos más suerte con las lechugas y los rabanitos, y también pudimos obtener
algunas papas y zanahorias deformes.
Los pocos árboles frutales que había en el
jardín servían únicamente para atraer a los pájaros, lo que no es un mal
resultado por cierto. Los ciruelos siempre desaparecían mucho antes de madurar
y nunca vimos duraznos en los durazneros.
Un verdadero campus universitario
El Instituto de Ecología ocupaba desde 1983 uno
de los tres galpones en el terreno de la UMSA en Cota-Cota. Eran unas
construcciones bastante precarias, donde compartíamos espacio con los químicos,
pero había espacio para laboratorios y oficinas. En los otros galpones moraban
las carreras de física y geología.
Con la ayuda de la cooperación técnica alemana
(GTZ) se habían equipado unos laboratorios de edafología, microbiología,
zoología, interpretación de fotografías aéreas y fisiología vegetal, y en el
piso de arriba se había instalado el Herbario Nacional de Bolivia. Poco después,
el Herbario iba a fusionarse con el del Museo de Historia Natural, gracias a un
convenio firmado en 1984 con el auspicio de la UNESCO. Después habría un
convenio similar para las colecciones de zoología, en 1989.
También contábamos con estaciones
meteorológicas instaladas en varios lugares en el campo, como parte de lo que
llamábamos “estaciones permanentes”, que era donde se realizaban los trabajos
en terreno de los profesores y estudiantes de biología. Podíamos contar, lujo
inaudito, con tres vehículos donados por la GTZ (un Volkswagen-bus equipado
para camping y dos vagonetas Toyota, una de las cuales tenía una carpa plegable
en el techo).
La universidad pagaba el chofer y la gasolina,
pero para los seguros y las reparaciones, que debían estar también a su cargo,
era más difícil, por lo que Erika Geyger, quien coordinaba la ayuda de la
cooperación alemana, terminaba por pagar los gastos con sus Deutsche Marks o
encontraba alguna otra solución creativa.
Durante los años siguientes, los estudiantes de
arquitectura presentarían, como parte de su tesis de grado, planes y maquetas
grandiosas de centros de investigación en ecología, que por supuesto nunca se
harían realidad. Sin embargo, el Instituto crecía sin cesar, de manera casi
espontánea y según sus necesidades apremiantes de espacio. La universidad no
tenía entonces dinero para otra cosa que pagar sueldos, y la GTZ no tenía en
principio el derecho de gastar en construcciones, por lo que todos estos
trabajos pasaban bajo el ítem de reparaciones. Así pudimos duplicar la
superficie del herbario, construir tres aulas y una biblioteca, y luego algunas
oficinas y laboratorios adicionales.
Años después obtendríamos financiamientos
internacionales para proyectos más ambiciosos, como los laboratorios de
limnología y de calidad ambiental. Actualmente las universidades bolivianas
obtienen recursos importantes del impuesto directo a los hidrocarburos (IDH) y
lo invierten casi todo en ladrillos y cemento.
A lo largo del tiempo el campus universitario
de Cota-Cota, otrora un lugar rural y tranquilo donde pastaban las ovejas y
hasta se podía observar de vez en cuando el paso de los cóndores, se cubrió de
edificios pertenecientes a diferentes facultades, de manera completamente
anárquica, sin ninguna relación con los numerosos “planes directores” diseñados
por arquitectos y aprobados por las autoridades de la universidad.
Por suerte Stephan Beck y Esther Valenzuela
habían podido asegurar desde el principio las cinco hectáreas de terreno
necesarias para establecer un pequeño jardín botánico. Una parte de esta área
forma un bonito parque con especies nativas que rodean una laguna. Otra zona se
dedicó al cultivo de hierbas culinarias y medicinales y la zona cercana a los
cerros se ha cercado y dejado en su estado natural para estudiar los procesos
de recuperación de la flora originaria.
Una salida de campo
Pero volvamos un poco atrás. Al inicio del
funcionamiento del Instituto, en los años 1979 y 1980, teníamos que poner a
punto la metodología de trabajo y hacer los primeros relevamientos, que nos
permitirían describir algunos ecosistemas representativos de la región.
En general el trabajo consistía en gatear durante
uno o dos días con la nariz cerca del suelo, subiendo la pendiente de una
colina en línea recta, para recolectar muestras de suelo, de flora y de fauna,
además de instalar instrumentos para medir los coeficientes de evaporación del
suelo y de las hojas, la fuerza de succión de la raíces y las temperaturas a
varias profundidades del suelo, con sus variaciones a lo largo del gradiente de
altura y las 24 horas del día.
Las estacas y los cordones, las botellitas y las
bolsas de plástico, las hojas de periódico para secar plantas, los termómetros,
las palas y las picotas eran parte del equipamiento indispensable.Cuando era posible y los lugareños estaban de acuerdo,
establecíamos también, además de una estación meteorológica, una pequeña área
cercada, donde el ganado no podía entrar, para hacer el seguimiento de la
recuperación del ecosistema, a menudo sobre pastoreado.
Los primeros trabajos
se hicieron en el Altiplano, en la región de Caracollo y la península de Taraco
en el lago Titicaca, para luego extenderse hacia los Yungas, el pie de monte en
el lado oriental de los Andes, las sabanas del Beni y los bosques tropicales.
En los primeros tiempos, todos los investigadores
trabajaban juntos en la misma parcela, cada uno en su especialidad. No éramos
numerosos, hay que decir. Lamentablemente no se pudo mantener esta cooperación
cercana, pronto cada uno prefirió seguir sus intereses personales y las investigaciones
pluridisciplinarias se volvieron cada vez más parciales y fragmentadas. Debo
decir que continuar con estos inventarios exhaustivos no hubiera tenido
aplicaciones útiles en lo inmediato, y que los campesinos con los que
trabajábamos tenían problemas concretos, por lo que nos exigían soluciones más
prácticas.
Después de mucha discusión, los trabajos se
organizaron entonces en tres grandes programas: agroecología, conservación de
la biodiversidad y calidad ambiental. En el programa de agroecología se trabajaba
en forma directa con los productores, y en muchos casos participaban también en
las investigaciones tesistas de agronomía de la UMSA. Los temas podían ir por
ejemplo desde la construcción de invernaderos rústicos para cultivar
hortalizas, hasta el empleo de controles biológicos en las plagas del café y
los cítricos o la producción biológica de cacao y arroz.
En conservación, el trabajo se hacía en
colaboración con el sistema nacional de áreas protegidas, primero en la
Estación Biológica del Beni y luego en otros parques nacionales y zonas
protegidas, a medida que el Estado los establecía. El Instituto participaba
directamente en los planes de manejo, establecía inventarios, formaba parte de
varios consejos científicos y participaba en las investigaciones, a menudo
poniendo nuestros estudiantes de biología como contraparte de investigadores
extranjeros de renombre. Werner Hanagarth y Juan Pablo Arce, ambos fallecidos
demasiado temprano, eran los pioneros en establecer y diseñar áreas protegidas
en Bolivia.
El estudio de la calidad ambiental se refería
especialmente a problemas de erosión y desertificación de tierras, de
contaminación del agua y del aire, y se realizaba tanto en la ciudad como en el
campo. Al principio los esfuerzos en este campo eran modestos, pero iban a
tomar mayor importancia en la década de los años noventa.
Los proyectos eran numerosos y contaban con
financiamiento de varias instituciones de cooperación internacional. Las
diversas unidades del Instituto tenían a su vez convenios con universidades y
museos del exterior para establecer intercambios científicos. La UMSA pagaba
únicamente los sueldos de los docentes bolivianos, los cuales daban clases en
la carrera de biología además de cumplir con sus trabajos de investigación. Por
suerte el horario de clases no era excesivamente pesado y teníamos acceso a
financiamientos externos para los proyectos.
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