Apenas unos días después de festejar el
cumpleaños de Isabel (dos años) y el mío (cumplía 25), emprendimos el gran
salto para el otro lado del charco. Partimos – Juan Antonio, Isabelita y yo –
el 24 de enero de 1971 y el avión nos llevó, con algunas escalas, hasta el
aeropuerto de Cochabamba.
Lo primero que me llamó la atención en el
trayecto desde el aeropuerto a la casa de mis suegros era la cantidad de ovejas
que paseaban libremente por las calles de la ciudad. En segundo lugar me atraía
por supuesto la vestimenta de las cholitas, con sus amplias polleras
superpuestas, sus altos sombreros tiesos y blancos, y sus wawitas envueltas en
telas multicolores sobre la espalda. Desde la vieja Land-rover de mi suegro,
veíamos por todos lados vendedoras de pan y de fruta o mujeres que cocinaban en
enormes ollas de aluminio, sobre un anafre instalado en la acera delante de su
casa.
Los papás de Juan Antonio nos acogieron con los
brazos abiertos – hacía cuatro años que no habían visto a su hijo – y me sentí
inmediatamente en casa con mi nueva familia boliviana. Jorge y Elsa, mis
suegros, estaban encantados con la pequeña Isabel. Muy pronto conocí el resto
de la familia, en primer lugar mi cuñada Beatriz, que estudiaba arquitectura en
la Universidad de San Simón. El hermano menor, Jorgito, todavía frecuentaba el
colegio San Agustín y trotaba todos los días desde la casa hasta el colegio
para perder peso, lo que le funcionó muy bien. Luly, mi otra cuñada, vivía
cerca, al otro lado de la plaza Cobija, con su esposo Pepe y su bebé, José
Antonio.
Rolando y Michelle, a los que había encontrado
algunas veces en Europa, vivían aún en Suiza con su hijita Natacha. Los
abuelos, Ladislao Anaya y la abichí Carmen, vivían en la planta baja de la
misma casa. También me presentaron un montón de tíos, tías, primas y primos.
Solamente nos quedaríamos en Cochabamba unas
dos semanas, porque la intención de Juan Antonio era de buscar trabajo en La
Paz, donde pronto lo contratarían como profesor de economía en la Universidad Mayor de San Andrés.
De estos quince días me acuerdo que me dolía la
cabeza casi todo el tiempo a causa de la altitud de Cochabamba. En cambio,
Isabelita no tuvo ningún problema de aclimatación y le encantaba dar vueltas en
su triciclo en la ya mencionada plaza Cobija. Un día se propuso redecorar el
departamento de sus abuelos, pegando cientos de minúsculos trozos de plastilina
en todos los muros del pasillo. Yo aprendía el español en forma acelerada, las
clases que había tomado en Lovaina me fueron muy útiles, pero carecía
totalmente de práctica y muchas veces sólo podía contestar hmmm, mmmh… porque no encontraba las palabras.
Ya nos tocó pronto empacar de nuevo para viajar
a La Paz, pero volveríamos muy a menudo de vacaciones a casa de mis suegros,
quienes iban a ver en los siguientes años cómo se llenaban sus sucesivas casas,
cada vez un poco más grandes, de hijos y nietos en visita, para Navidad,
Carnaval, Semana Santa o cada vez que había un fin de semana largo.
Al año siguiente de nuestra llegada ocuparían
la planta alta de una vieja casona colonial en la calle Ecuador, cerca de la plaza Colón. Más tarde mi suegro compraría la gran casa de la Man
Césped en Cala Cala, con su jardín, sus palmeras, sus higueras y su pérgola, lugares
que son parte de los mejores recuerdos de mis hijos y de los hijos de Luly, Beatriz y Rolando. Pero
me estoy adelantando.
Instalación en La Paz
A nuestra llegada a La Paz nos alojamos en el
City Hotel, en el Prado, la avenida principal del centro de la ciudad. Esto fue
en febrero, por lo tanto en época de lluvias, y el hotel no tenía sábanas secas
para poder hacer la cama. El
recepcionista nos hizo esperar hasta las diez de la noche, y nada. Finalmente
decidimos acostarnos entre sábanas medio húmedas, después de cubrirlas con las
toallas de baño para tratar de aislarnos en algo de la humedad. Hacía muchísimo
frío.
Por suerte Juan Antonio encontró al día
siguiente un cuarto en una pensión de la calle Vincenti, en Sopocachi, donde el
sol daba de lleno a los grandes ventanales de la habitación. La dueña nos
servía desayuno y cena, la cual consistía todos los días en un plato de arroz y
camote con el charque que traía de su propiedad en el Beni, acompañado de una
botella familiar de coca-quina muy azucarada. Era imposible conseguir un simple
vaso de agua. El ayudante de la pensión, que hacía todo el trabajo, era un
chiquillo de unos diez años. Tenía que barrer, hacer las compras y los
mandados, lavar los vidrios, pelar las papas, y dormía en un colchón debajo de
las gradas: fue mi primera experiencia con la explotación de niños
trabajadores.
Mientras tanto Juan Antonio había empezado a
trabajar y, a fin de mes, pudimos ponernos a buscar un
departamento. El primer departamento que alquilamos en La Paz estaba en la
planta baja de un pequeño inmueble de la avenida 6 de agosto. Había dos dormitorios y teníamos el derecho de usar el
pequeño jardín. Se trataba apenas de un cuadrado de pasto que separaba la casa
del propietario del inmueble donde alquilaba departamentos, pero era interesante
porque Isabel podía jugar afuera mientras la observaba desde la cocina.
La Paz no estaba para nada provista de tiendas
como es el caso ahora. El primer desafío para nosotros era encontrar o mandar
hacer algunos muebles y confeccionar cortinas. Lo primero fue comprar unos
rústicos catres y colchones de lana en una tienda de la calle Sagárnaga,
esquina Murillo. También encontramos allí unas frazadas campesinas, tejidas a
mano y rayadas en colores vivos. Eran lindas pero muy pesadas y un poco ásperas. Carlos Zabalaga
se ofreció para hacerme conocer el mercado de la calle Graneros, donde pude
comprar telas para hacer algo parecido a visillos y cortinas. También teníamos
una cocina, una garrafa de gas y un pequeño refrigerador, comprados en la Hansa
o la Casa Bernardo, no me acuerdo cual, pero eran las dos casas comerciales
alemanas que vendían entonces este tipo de mercancía. Un carpintero recomendado
por Salvador Romero nos fabricó una enorme mesa cubierta de fórmica blanca, que
debía ser ovalada pero solamente tenía las esquinas ligeramente redondeadas, y
una magnífica biblioteca de madera mara, que todavía se encuentra en mi casa,
ahora separada en dos partes.
Para completar el mobiliario había una sillas
de Caracato, con asiento de paja, compradas en el mercado de Sopocachi, y una
cuantas canastas del mismo origen. Más tarde compraríamos unos silloncitos de
madera y una alfombra en Fotrama, todo lo cual daba a la casa un estilo
pachamamista, mucho antes que se pusiera de moda.
Poco a poco me instalaba, aprendí a hacer las
compras en el mercado, a tener mis caseritas, y mejoraba mi español. Un domingo
en la tarde, mientras habíamos ido a pasear a la plaza Abaroa para tomar un
poco de aire y de sol, entraron unos ladrones al departamento. Robaron todos
los electrodomésticos y la máquina de coser traídos en barco desde Bélgica y que
acabábamos de sacar de la aduana. Llamamos inmediatamente a la policía. Los
detectives nos hicieron pagar una suma para tomar huellas digitales e hicieron
el gran descubrimiento de que los ladrones se habían metido por la ventana,
porque había vidrios rotos en el suelo. Después de esto, nunca más nos enteramos
de nada.
Tenía yo la intención de buscar un trabajo o
por lo menos poder salir a veces de la casa, por lo que había inscrito a mi
hija Isabel al kínder Macario Pinilla. No había entonces guarderías infantiles en
La Paz. La edad oficial para ser admitido era de cuatro años y ella solamente
tenía dos, pero nadie puso reparos y una prima de Juan Antonio, la Churra, tomó
Isabel bajo su protección amplia y especial. En realidad no era muy necesario,
Isabel siempre fue muy verbal y se adaptaba fácilmente a su nueva situación. Estaba
muy orgullosa de ir a la escuela con su uniforme beige y rojo, su gran
sombrero, sus botines azules y su loncherita. De todas maneras las “clases” sólo
duraban un par de horas en la mañana.
En el mes de junio de este año me presenté al
concurso de méritos para ocupar la cátedra de zoología de la Universidad Mayor
de San Andrés. A pesar de mi español muy limitado, fui aceptada debido a mi
diploma de licenciatura en biología. Creo que era entonces la única persona a
poseer ese título en Bolivia.
Los profesores que me tomaron el examen eran
geólogos, y después de mi exposición del tema sobre los anélidos me hacían
preguntas sobre los fósiles bolivianos, de los cuales no tenía la menor idea. La
materia que debía enseñar formaba parte del programa de la “Escuela de Ciencias
Básicas” que impartía los cursos de primer y segundo año para geólogos,
ingenieros, químicos y demás.
Por mala suerte, antes que salga mi nominación
y pueda empezar a trabajar, el golpe de estado de Hugo Banzer había obligado
las universidades a cerrar durante año y medio. Fue recién en 1973 que Johnny
Arellano, director del recién creado Departamento de Biología, encontró en algún
lado el acta de ese examen y llegó hasta mi casa, por entonces en el pasaje
Jaimes Freyre, donde nos habíamos trasladado mientras tanto, después de una
estadía de cuatro meses en Lima. Nunca he podido saber cómo obtuvo mi
dirección.
Como resultado de la reforma universitaria organizada
por los militares, se había creado en la Universidad de San Andrés una nueva
Facultad de Ciencias Puras, con los departamentos de química, física, biología,
matemáticas, estadísticas y geología. Fue con mucho entusiasmo que en los años
siguientes iba yo a participar en este emprendimiento educativo.
El golpe de estado de Banzer
El primer golpe de estado que me tocaría vivir
en Bolivia tuvo lugar entre el 19 y el 21 de agosto de 1971. No sería el
último. Ya había tenido lugar el 11 de enero del mismo año, poco antes de
nuestra llegada, un intento de golpe fallido. Como resultado de este evento el
coronel Hugo Banzer fue dado de baja del ejército y exiliado en Argentina. En
junio, junto con otros camaradas que conspiraban contra el gobierno de Juan José
Torres, entre otros el general Humberto Cayoja, Banzer volvió secretamente a
Bolivia. Los militares se habían aliado con dos partidos políticos, el
Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y la Falange Socialista Boliviana
(FSB) a pesar de que estos dos partidos siempre fueron enemigos jurados.
Juntos trabajaban para sublevar las tropas contra
el gobierno izquierdista de J.J. Torres. Jota Jota, como se lo conocía
cariñosamente, estaba bajo el control ruidoso de una caótica “Asamblea Popular”
que hacía oficio de parlamento y estaba conformada por los sindicatos de
mineros, fabriles y maestros de escuela, reunidos en la COB bajo el liderazgo
de Juan Lechín. También participaban los
estudiantes, algunos líderes campesinos y representantes de partidos de
izquierda. Cada uno exigía favores para su propio sector y proponía medidas, a
menudo contradictorias entre sí. Todas estas posiciones extremistas ponían al
presidente Torres en una situación sin salida, ya que el país era demasiado
pobre para poder atender a tantas demandas.
El 19 de agosto se produjo una trifulca en
Santa Cruz, donde los estudiantes universitarios se vieron confrontados en la
plaza principal con los conspiradores políticos y militares. La universidad
Gabriel René Moreno fue ocupada en consecuencia por el regimiento Manchego, al
mando del coronel golpista Andrés Selich, y muchos estudiantes fueron
apresados. El mismo día, Hugo Banzer fue arrestado y conducido a La Paz por los
agentes del gobierno de Torres. Más tarde, sea dicho de paso, el mismo Selich
sería una víctima más del Banzerato.
Los rumores de golpe de estado corrían por las
calles de La Paz, pero no podíamos seguir los acontecimientos porque no
teníamos ni siquiera una radio. En consecuencia, el golpe nos pilló el sábado en
la tarde muy arriba en la calle Graneros, donde fuimos a comprar de urgencia una
pequeña radio a pilas. Sin saber bien lo que estaba pasando, veíamos con
asombro cómo los vendedores recogían de prisa las mercancías de sus anaqueles y
desaparecían, uno después de otro. De repente la calle quedó desierta y los
escasos viandantes murmuraban “hay golpe de estado, golpe”. Nosotros teníamos
que cruzar toda la ciudad para poder volver a casa. Por suerte un taxista que
iba en la misma dirección que nosotros tuvo piedad de Isabelita y nos llevó,
haciendo un gran rodeo para evitar el centro.
Nuestro departamento en la avenida 6 de agosto se encontraba entre tres instalaciones militares, la Corporación de Desarrollo de las Fuerzas Armadas justo al lado, el Ministerio de Defensa un poco más lejos en la esquina de la plaza Abaroa, y por el otro costado, en San Jorge, el Batallón Colorados, que se mantenía leal al gobierno de Torres bajo el mando de Rubén Sánchez. Durante toda la noche del sábado oíamos silbar las balas y el tacatacataca de las ametralladoras, mientras que nuestras ventanas se iluminaban a cada rato por las bengalas rojas y verdes que explotaban en el cielo.
Nuestro departamento en la avenida 6 de agosto se encontraba entre tres instalaciones militares, la Corporación de Desarrollo de las Fuerzas Armadas justo al lado, el Ministerio de Defensa un poco más lejos en la esquina de la plaza Abaroa, y por el otro costado, en San Jorge, el Batallón Colorados, que se mantenía leal al gobierno de Torres bajo el mando de Rubén Sánchez. Durante toda la noche del sábado oíamos silbar las balas y el tacatacataca de las ametralladoras, mientras que nuestras ventanas se iluminaban a cada rato por las bengalas rojas y verdes que explotaban en el cielo.
Para tratar de mantenernos lo más posible fuera
del alcance de las ráfagas, colocamos el colchón en el suelo, separado de la
ventana con el somier, y estuvimos los tres acostados allí hasta que termine el
jaleo. Finalmente, como a las dos de la mañana, todo quedó súbitamente en el silencio
y la oscuridad.
La mañana del domingo, a nuestra gran sorpresa,
todo amaneció completamente normal. Los buses circulaban, las tiendas de
abarrotes estaban abiertas y había pan, como si nada hubiese pasado. Pero al
salir de la casa podíamos ver los casquillos de balas y los cohetes caídos al
jardín y cerca de la entrada, y los vecinos nos contaron que durante toda la
noche había francotiradores apostados sobre el techo del inmueble.
La calma no sería duradera. El mismo domingo 20
de julio explotaba una bomba en Santa Cruz, debajo del podio donde los rebeldes
ya festejaban la victoria con sendos discursos. Hubo víctimas, entre otros
falleció la hermana de Mario Gutiérrez, dirigente de la Falange. En represalia
el coronel Selich, quien ocupaba como hemos visto la universidad de Santa Cruz
y había tomado preso a los estudiantes que defendían el campus, hizo ejecutar a
más de veinte de ellos.
Entre el 19 y el 20 de agosto las unidades
militares de los departamentos de Beni, Pando y Cochabamba se habían unido paulatinamente
a los rebeldes y apoyaban el golpe de estado. Incluso Oruro, donde el gobierno
de Torres esperaba que los mineros podrían ofrecer cierta resistencia, fue
ocupada por los Rangers, tropas de élite que venían de Challapata. Pero nada de
esto se informaba en la radio, donde solamente se podía escuchar las marchas
militares y cuequitas que desde entonces quedaron como una señal segura de
cualquier acción militar subversiva.
El lunes, la batalla se había desplazada
nuevamente hacia La Paz. En la universidad de San Andrés se había convocado el
Consejo Universitario para acordar medidas de resistencia, pero desde la mañana
temprano los estudiantes que se habían reunido en el atrio delante del monoblock
fueron acribillados desde un avión. Hubo cinco muertos. Juan Antonio, que se
dirigía a la universidad para saber lo que
pasaba, tuvo que dar media vuelta.
Ese día hubo verdaderos combates cerca del
estadio de Miraflores, donde el gobierno de Torres había distribuido algunas
armas entre los obreros, después cerca del Cuartel General y en los cerros de
Laikacota, detrás de la universidad. El Mayor Rubén Sánchez, comandante del
Batallón Colorados, había organizado obreros y estudiantes para intentar la
toma del Estado Mayor.
El dirigente socialista Marcelo Quiroga Santa
Cruz estaba entre los combatientes. Según cuentan las malas lenguas, estaba
acompañado de su mayordomo, encargado de pasarle las balas y los sándwiches. Nuestro
amigo Jaime Peñaranda, del MIR, hacía fuego en el Cerro Laikacota,
probablemente con una vieja pistola de su papá. Pero era imposible para los
defensores de la democracia mantenerse por mucho tiempo.
Las unidades militares de todo el país, viendo
que los rebeldes tenían las de ganar, cambiaron de lado y el combate terminó
cuando el regimiento Tarapacá bajó del Alto hacia la ciudad de La Paz y sus
tanquetas terminaron con toda la resistencia. El general Torres salió al exilio
con todos sus ministros.
La misma noche Hugo Banzer Suárez, liberado por
sus compañeros, llegó al Palacio de Gobierno y juró a la presidencia de la
república, a pesar de la ambición de algunos generales que creían tener más
mérito y mayor grado para ocupar el cargo que ese pequeño coronel.
La represión empezaba. Todas las universidades
fueron cerradas y muchos estudiantes fueron arrestados por la policía política
y los paramilitares, muchas personas sufrieron torturas, fueron exiliadas o
desaparecieron, tanto en La Paz como en Santa Cruz. Banzer decretó la
disolución de la Central Obrera y declaró ilegales todos los sindicatos y los
partidos de izquierda. Se dice que entre el 19 y el 21 de agosto hubo 98 muertos
y 560 heridos. El régimen dictatorial militar iba a durar
siete años, durante los cuales nos llegarían dos niños más: Adriana en 1972 y Esteban en 1975. Ya les hablaré de ellos.
Pequeñas correcciones de parte de Juan Antonio: él trabajó desde el principio en la UMSA y el departamento de la 6 de agosto no era de un coronel, sino de un Sr. López, amigo de Salvador Romero. Ya modifiqué el texto.
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